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Marx predijo la naturaleza de la economía
mundial en el comienzo del Siglo XXI, sobre la base de su análisis de la
"sociedad burguesa", ciento cincuenta años antes. No es sorprendente que los capitalistas inteligentes, especialmente en
el sector financiero globalizado, fueran impresionados por Marx, ya que ellos fueron necesariamente más conscientes que otros de la
naturaleza y las inestabilidades de la economía capitalista en la cual ellos
operaban. La mayoría de la
izquierda intelectual ya no supo que hacer con Marx.
Fue desmoralizada por el colapso
del proyecto social-demócrata en la mayoría de los Estados Atlánticos del
Norte en los ochenta y la conversión masiva de los gobiernos nacionales a
la ideología de libre mercado así como por el colapso de los sistemas políticos y económicos que afirmaban ser
inspirados por Marx y Lenin. Los así llamados, "nuevos movimientos sociales" como el feminismo, tampoco tuvieron
una conexión lógica con el anti-capitalismo (aunque como individuos sus miembros pudieran estar alineados con él) o cuestionaron la creencia en el progreso sin
fin del control humano sobre la naturaleza que tanto el capitalismo como el socialismo
tradicional habían compartido. Al mismo tiempo, "el proletariado", dividido
y disminuido, dejó de ser creíble
como el agente histórico de la transformación social de Marx. Es
también el caso que desde 1968, los más prominentes movimientos radicales han preferido la
acción directa no necesariamente basada sobre muchas lecturas y análisis
teóricos. Claro, esto no significa que Marx dejara de
ser considerado como un gran y clásico
pensador, aunque por razones políticas, especialmente en países como Francia
e Italia, que alguna vez tuvieron poderosos Partidos Comunistas, ha
habido una ofensiva intelectual apasionada contra Marx y los análisis marxistas, que probablemente llegaron a su más alto
nivel en los ochenta y noventa. Hay signos de que ahora el agua retomará su
nivel.
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SOCIEDAD Y CULTURA EN EL SIGLO XX, SEGÚN HOBSBAWM.
Reseña de “Un tiempo de rupturas. Sociedad y cultura en el siglo XX”.
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Gilberto
López y Rivas.
La Jornada.
Sábado 26 de octubre del 2013.
Magna última obra de Erik Hobsbawm, Un tiempo de
rupturas. Sociedad y cultura en el siglo XX. (Editorial Planeta, México,
2013), da cuenta del estado de la cultura y el arte de la sociedad burguesa,
una vez que ésta se desvaneció, con la generación posterior a 1914, para no
regresar jamás. Escrita mayoritariamente a partir de conferencias impartidas en
el Festival de Salzburgo, Austria, entre 1964 y 2012, el historiador sostiene
que pese a la globalización actual, el gran arte sigue siendo eurocéntrico,
modelado en lo esencial en la Europa decimonónica, “que creó no sólo el canon
fundamental de los clásicos –sobre todo en cuanto se refiere a la
música, la ópera, el ballet y el teatro–, sino también en muchos países, el
lenguaje fundamental de la literatura moderna.” Este es el mundo que el autor
denomina civilización burguesa europea, que le tocó vivir en su juventud, que
se impone en el siglo XIX y se expande en el ámbito mundial por la vía de la
conquista, la superioridad técnica y la globalización económica.
Se reflexiona de manera realista sobre la situación
de las artes al principio del nuevo milenio, que no podemos comprender si no
nos remontamos al mundo perdido de ayer. Se responde a la pregunta: ¿Cómo pudo
el siglo XX afrontar la descomposición de la sociedad burguesa tradicional y
los valores que la mantienen unida? Se observa el impacto de las ciencias del
siglo XX en una civilización que, por muy entregada que estuviera al progreso,
no podía comprenderlas y se veía socavada por ellas.
Cierra el texto con capítulos que refieren a la
necropsia del artista y la cultura, utilizando la metáfora del caballo, noble
animal que fue indispensable para la vida corriente, que hoy ha sido sustituido
por el automóvil, el tractor y otras máquinas, y sobrevive como un bien de
lujo. La situación que viven las artes en el siglo XX es análoga.
El último capítulo trata de responder a las razones
y vicisitudes del surgimiento y permanencia del mito del cowboy de
Estados Unidos, que se ha propalado universalmente.
El recorrido temático y el abordaje minucioso de
los contextos que determinan el estado de las artes y la cultura de la sociedad
burguesa son extraordinarios, y hay que reconocer la genialidad de Hobsbawm, su
singular sentido de la crítica y la observación profunda. No obstante, desde de
las miradas del mundo periférico, se deja sentir el peso del eurocentrismo y el
occidentalismo, que el propio autor reconoce y critica en muchos de los capítulos.
Por más que es una realidad que Europa y Estados
Unidos imponen su hegemonía cultural en el resto del mundo, es notable la
ausencia de un análisis más allá de lo producido en las metrópolis
capitalistas: el intento siquiera por identificar algunas influencias y
entrecruzamientos culturales del nuevo mundo en la vieja Europa que desarrolla
el capitalismo durante los siglos XIX y el XX; las aportaciones, por lo menos
secundarias del mundo árabe, Asia o África. Podría sostenerse, en defensa del
autor, que el tratamiento de estos temas no constituye el objetivo de su
trabajo, pero entonces habría que especificar, incluso en el título de la obra,
que ésta hace referencia a la sociedad y a la cultura… europea y estadunidense.
También, aunque el autor se fundamenta en un
concepto de cultura no antropológico, y en esa dirección se trata de la alta
cultura, por definición elitista, uno se cuestiona: ¿las clases subalternas
europeas fueron omisas en el desarrollo de ese mundo de las artes que construyó
la sociedad burguesa durante los siglos XIX y XX? ¿Fueron sólo receptáculos
pasivos de acciones y determinaciones de las clases dominantes?
Asimismo, salvo alusiones tangenciales y casi
siempre satanizadas a lo que derivó en el estalinismo, tampoco se profundiza
debidamente en las aportaciones culturales del cataclismo social que representó
la Revolución Rusa de 1917 ni se hace mención a la contribución decisiva de la
Unión Soviética en la derrota del fascismo, el que constituyó en el terreno
cultural la expresión misma del antintelectualismo, el saqueo y la destrucción
de obras de arte y el aniquilamiento de una generación de creadores.
Por último, para un historiador de la talla de
Hobsbawm es sorprendente que en el análisis del mito del cowboy no se
mencione el contexto histórico específico del expansionismo estadunidense sobre
los territorios de los pueblos indios, el viejo imperio español y la naciente
República de México, contra la que lleva a cabo una guerra de conquista,
acompañada de las ideas del destino manifiesto.
El Lejano Oeste no era un espacio vacío de una
frontera sin límites, ni el mito del vaquero estadunidense fue una reacción
racista sólo por la presencia creciente de inmigrantes: históricamente el
enfrentamiento contra mexicanos e indios, y la práctica de su linchamiento,
eran cotidianos desde la terminación de la guerra mexicana en 1848. Habría que
recordar que de-sesperados de esos años, como Billy the Kid, en los
territorios que fueron mexicanos, marcaban en sus armas con una raya el número
de muertos que llevaban en su carrera como pistoleros, sin contar a los
mexicanos. También, es necesario tomar en cuenta la aparición de los primeros
revólveres Colt en 1838, que cambiaron la correlación de fuerza en el
enfrentamiento del anglo con indios y mexicanos, quienes eran proyectados en
las dime novels como traicioneros y cobardes por el uso magistral del
cuchillo. Américo Paredes, Carey McWilliams o Rodolfo Acuña dan cuenta con
mayor rigor de la historia y el mito del cowboy, su origen directo a
partir del vaquero mexicano y su relación estrecha con la confrontación y el
racismo de los anglos hacia la población india-mexicana.
Con todo, el libro es indispensable para comprender
los temas expuestos y estas críticas no demeritan la contribución postrera de quien podemos
divergir, pero siempre valorar como uno de los grandes pensadores de
nuestra época.
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