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“Soberanistas (pero no aislacionistas). La historiadora Jennifer Mittelstadt ha recuperado, en un interesante texto publicado en The New York Times, una
categoría poco explorada por la teoría
de las relaciones internacionales:
el soberanismo. Tras repasar una serie de clasificaciones habituales
(y que no ayudan a entender la
política externa de Trump), Mittelstadt
rescata un término cuyo origen debe
rastrearse un siglo atrás: “La política soberanista estadounidense se originó en el momento de profunda crisis
y posibilidad de 1919 (…). En medio de este dramático cambio surgió la
propuesta de una nueva forma de gobierno supranacional: la Sociedad de Naciones
(…). Los defensores del comercio y la migración globales, los movimientos de
independencia colonial, los internacionalistas negros, los socialistas, los
comunistas y los cristianos liberales aplaudieron la llegada del gobierno
mundial (…) Pero muchos despreciaron la idea y ahí están los orígenes del
movimiento soberanista estadounidense
y de sus herederos modernos”.
“En ese
contexto de fines de la década
de 1910 —periodo magistralmente
retratado por Gore Vidal en su novela Hollywood—, se destaca el papel de un grupo de senadores conocido
como los “irreconciliables”. En su
mayoría compuesto por republicanos —aunque también por algunos demócratas—,
el grupo lideró la oposición al
Tratado de Versalles y logró bloquear en 1919 la adhesión de los Estados Unidos a la Sociedad de Naciones. Su base de
sustentación estaba constituida por una compleja trama “soberanista” de organizaciones
patrióticas, grupos de veteranos y fundamentalistas protestantes. Estos
soberanistas consideraban —casi un siglo antes de la decisión de Trump de cerrar la
Agencia para el Desarrollo
Internacional (USAID)— la cooperación internacional como
una amenaza a la soberanía.
“Otro punto de conexión
entre los soberanistas precursores
y los actuales viene dado por el papel
que los primeros, allá por 1940,
desempeñaron en la conformación
del America First Committee (AFC),
un lobby que procuraba evitar la entrada de los Estados Unidos
en la Segunda Guerra Mundial. Lejos de la prescindencia o del aislacionismo, el America
First de la década de 1940 constituye —con su apoyo
a la Alemania nazi, a la Italia fascista y al falangismo español— un antecedente
insoslayable de las simpatías de los soberanistas actuales con los movimientos
neonazis y neofascistas europeos.
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LAS PARTICULARIDADES DEL NUEVO
GOBIERNO DE DONALD TRUMP.
ETNOCENTRISTA, JACKSONIANO Y
SOBERANISTA.
*****
Por 11/03/2025 | EE.UU.
Fuentes.
Revista Rebelión martes 11 de marzo del 2025
Fuentes: El Cohete a la Luna
El propio
Trump, en su discurso de asunción,
ofrece una pista del eje argumental de nuestro análisis cuando afirmó:
“Mediremos
nuestro éxito no solo por las batallas que ganemos, sino también por las guerras
que terminemos y, lo que quizá sea más importante, por las guerras en las que
nunca nos involucraremos”.
Un veloz repaso por los editoriales y notas de opinión de
los medios más importantes del mundo permite detectar, de modo recurrente, el
adjetivo “imperial” para referir al
nuevo gobierno de Donald Trump.
Desde su re-investidura el pasado 20 de enero, se puede apreciar una avalancha
de títulos del tipo: “Trump Dreams of a New American Empire” (New York Times); “On a
global stage, an imperial Trump offers some positive surprises” (Washington Post); “Trump, el
emperador desaforado” (El País); “Donald Trump
tente de mettre en place une présidence impériale aux Etats-Unis” (Le Monde), y la lista continúa.
Títulos
similares abundan en nuestro país: “Trump busca que todos se arrodillen ante
su voluntad imperial” (La Nación); “Trump y la reconstrucción de la presidencia
imperial” (Clarín); “Trumperialismo” (Página 12) y “El nuevo orden imperial” (Perfil, 23/2/25), entre otros.
El estilo del personaje y la propia historia de expansionismo estadounidense favorecen la proclividad de los
análisis a la caracterización imperial.
En efecto, las primeras declaraciones de Trump parecieran encajar a
priori en esa trayectoria imperial. Enmarcado en un espíritu similar
al del “Destino Manifiesto”, Trump ha postulado la eventual reexpansión
de los Estados Unidos hacia su “afuera cercano”. De este modo,
ha reinstalado discursivamente la proyección de poder hacia las “periferias inmediatas” (en una
suerte de reedición 3.0 de la doctrina Monroe),
al plantear cuestiones que en otro momento hubiéramos considerado distópicas: la compra de Groenlandia a
Dinamarca, la anexión de Canadá o la
expropiación del canal de Panamá.
En breve, si la política exterior de Trump pudiera ser definida a partir de una lectura en diagonal de
los principales medios nacionales o internacionales, no dudaríamos en
catalogarla como “imperial”. Sin embargo, en este artículo nos proponemos
discutir esta aseveración. El propio
Trump, en su discurso de asunción, ofrece
una pista del eje argumental de nuestro análisis cuando afirmó:
“Mediremos nuestro éxito no solo por las batallas que ganemos, sino también por las guerras que terminemos y, lo que quizá sea más importante, por las guerras en las que nunca nos involucraremos”.
Ni cosmopolita ni imperialista: etnocentrista
Dos décadas
atrás, Samuel Huntington (1927-2008)
publicó el último libro de su vida
titulado ¿Quiénes somos?
Los desafíos a la identidad nacional estadounidense (Paidós,
2004). Considerado extremadamente polémico
en los albores del siglo XXI, el trabajo del politólogo norteamericano —con dosis evidentes de
subjetividad, aunque también minucioso desde el punto de vista empírico— no
resultaría disruptivo en el actual contexto alt-right [1]
Huntington fue acusado de presentar una actitud etnocentrista hacia la inmigración, al advertir
sobre los “peligros” de un Estados Unidos bifurcado, con dos idiomas —español e inglés— y dos
culturas —angloprotestante e
hispánica—. En su mirada, los valores
latinos (la “falta de ambición”
y la “aceptación de la pobreza”
como virtudes “para entrar al cielo”)
son antagónicos a los ideales de la cultura
angloprotestante
(el individualismo, la ética del
trabajo y la obligación de crear un paraíso en la tierra).
Trump encarna, de manera desembozada, la internalización de los “desafíos a la identidad” advertidos por Huntington en 2004. Sin embargo, la radicalización de los tiempos que corren hace que, de modo inverosímil, la inmigración sea encuadrada en la categoría de “invasión”. Centenares de órdenes ejecutivas suscriptas por el magnate en su primer mes de gobierno se inscriben en esta lógica, lo que incluye la suspensión de la entrada de personas indocumentadas a los Estados Unidos bajo cualquier circunstancia; el relanzamiento del programa “Quédate en México”; la revocación de la figura de la ciudadanía por derecho de nacimiento consagrada en la 14ª Enmienda de la Constitución; la militarización del control migratorio bajo la antedicha figura de la “invasión”; la declaración de la “emergencia nacional”; y la eventual invocación de la Ley de Insurrección de 1807.
Huntington delineaba tres concepciones posibles para definir
el tipo de relación que los Estados
Unidos establecerían con el resto del planeta:
“Los
estadounidenses pueden aceptar el mundo (es decir, abrir su país a otros
pueblos y culturas), pueden tratar de remodelar esos otros pueblos y culturas
siguiendo los valores norteamericanos, o pueden mantener su propia sociedad y
cultura diferenciadas de las de esos pueblos”. Se trata de tres opciones a las
que denomina “cosmopolita”, “imperial” o
“nacional” (a esta última, la renombramos “etnocentrista”).
La
alternativa cosmopolita implicaría
la recuperación de las tendencias
predominantes con anterioridad a los atentados del 11 de septiembre de 2001. En
ese escenario, “se da la bienvenida al
mundo, a sus ideas, a sus productos y, lo más importante, a su gente”.
Los Estados Unidos serían cada vez
más multiétnicos, multirraciales y
multiculturales, y estarían liderados por élites identificadas con las instituciones
multilaterales y las normas globales. Resulta evidente que los Estados Unidos de Trump nada tendrán que ver con esta
alternativa.
La segunda
opción es el imperio global. A diferencia del cosmopolitismo, en donde “el
mundo remodela a Estados Unidos”, el imperialismo supone la decisión estadounidense de rehacer el
mundo. Se trata, en cierta forma, del tipo de potencia que cobró forma bajo
la presidencia de George W. Bush (2001-2009), cuando se dejó atrás la vieja estrategia de contención/disuasión
de los años de la Guerra Fría (1947-1991)
en dirección a una nueva estrategia de
primacía o neo-imperial. A pesar de la
avalancha de artículos que —como hemos reseñado— recurren al término “imperio” para caracterizar el nuevo
mandato de Trump, su gobierno no se ajustará según nuestra mirada a esa configuración del poder.
La reciente decisión de paralizar
toda la ayuda militar a Ucrania
y presionar a Volodímir Zelenski
para que entable conversaciones de paz
con Rusia exhibe en parte lo que
queremos significar.
Tanto el cosmopolitismo
como el imperialismo procuran —a través de diferentes mecanismos— reducir o clausurar las diferencias
sociales, políticas y culturales
entre los Estados Unidos y el resto
del mundo. Por el contrario, el
etnocentrismo —la perspectiva
nacional, según el eufemismo
empleado por Huntington— supone exacerbar
el nacionalismo con vistas a preservar y acentuar aquellas cualidades
que han definido a la nación
estadounidense desde los días
de su fundación. Esta última es, desde nuestro punto de vista, una de las herramientas escogidas
por Trump para llevar adelante su segunda presidencia.
La base está y es jacksoniana
Walter Russell Mead, autor del
fenomenal Special Providence: American Foreign Policy and How It
Changed the World (Routledge, 2002), recuerda que durante su primer mandato Trump colocó en el
Salón
Oval un retrato de Andrew Jackson (1767-1845), el séptimo Presidente de los Estados Unidos desde 1829 hasta 1837.
Se trata de un dato aparentemente simbólico,
pero relevante para nuestro argumento.
Russell Mead —profesor de la Universidad de Florida y columnista de The Wall Street Journal— elaboró en Special
Providence uno de los estudios más conspicuos que conecta el terreno de la política exterior con el campo de
la “historia
de las ideas”. En su mirada, la
política exterior de los Estados Unidos debe interpretarse a la luz de las coaliciones dominantes que surgen del
cruce de cuatro tradiciones: la wilsoniana,
la hamiltoniana, la jacksoniana y la jeffersoniana.
Los
herederos de Wilson (28° Presidente desde 1913 hasta 1921)
procuran alcanzar un orden global
basado en la democracia, los derechos humanos y el imperio de la ley. Los hamiltonianos (legatarios de Alexander Hamilton, padre fundador y primer secretario
del Tesoro desde 1789 hasta 1795) se proponen organizar la política exterior en torno al liderazgo en el campo de las finanzas y el comercio internacionales.
Los “populistas
jacksonianos” descreen de las
grandes cruzadas wilsonianas, aunque buscan disponer de unas Fuerzas Armadas vigorosas y de programas económicos orientados al
bienestar material de la población. Por su parte, los jeffersonianos (continuadores de Thomas Jefferson, otro de los padres fundadores y tercer Presidente
entre 1801 y 1809) diseñan la política exterior con el objetivo de limitar los compromisos
externos de Washington.
Sintéticamente, la coalición
globalista de hamiltonianos y wilsonianos que había estado en ascenso desde 1945 encontró en el fin de la Guerra Fría un fuerte espaldarazo a su
cosmovisión, lo que consagró su dominio
en el diseño de la política exterior estadounidense. Los años del “Nuevo Orden Mundial” de George H.
W. Bush (1989-1993) y del “Engagement plus Enlargement”
(Compromiso más Ampliación) de Bill
Clinton (1993-2001) son un buen reflejo de ello. Washington decidió entonces que no se replegaría como lo había hecho después de 1920 y exhibió la
voluntad de reconfigurar el sistema
internacional, procurando propagar
la economía de mercado y el pluralismo político.
Sin embargo, esta mirada entró en crisis con los atentados terroristas de septiembre de 2001 y los fracasos de las diversas guerras globales libradas a partir de entonces. Ya durante los gobiernos de Obama (2009-2017) se reintrodujeron algunas ideas jeffersonianas —debe recordarse que Obama fue electo por ciudadanos cansados de pagar con sangre e impuestos los reveses estratégicos de Washington—, las que cobraron mayor preponderancia luego del resultado de la intervención en Libia en 2011 e influyeron en la decisión de no entrar en la guerra siria en 2016. La llegada de Trump al poder en 2017 representó, según Russell Mead, el avance de una coalición nacionalista de jacksonianos y jeffersonianos que procura desterrar a la entente globalista de hamiltonianos y wilsonianos. Este proceso, no alterado por el interregno de Joseph Biden (2021-2025), es el que se profundizará en el próximo cuatrienio.
El trumpismo —como lo revela el retrato de Andrew Jackson en el Salón
Oval— hunde sus raíces en el
pensamiento y la cultura de quien fuera el primer Presidente “populista” de los
Estados Unidos. Para los jacksonianos,
el tan mentado excepcionalismo no se
relaciona con el supuesto
atractivo imbatible del soft
power de las ideas
norteamericanas o con su voluntad
de transformación del mundo. Según
Russell Mead, los jacksonianos
creen que el papel de la Casa Blanca
supone materializar el destino del país preservando la seguridad física y el bienestar económico fronteras adentro.
Desde luego que, ante eventuales
agresiones externas, los jacksonianos
defenderían fervorosamente al país
en una guerra. Sin embargo, la amalgama
fundamental de su compromiso
político reside en la identificación de los enemigos internos, sean estos los inmigrantes o la “casta política” de Washington.
La agenda
jacksoniana anti-inmigración se anuda, en paralelo,
con la cuestión del control de armas,
toda vez que quienes abrevan en esta corriente conciben a la Segunda Enmienda como la
más importante de la Constitución.
Desde esta perspectiva, el establishment de Washington le
ha dado la espalda a los valores
nacionales fundamentales que arraigan en lo más profundo del pueblo estadounidense. Asimismo, los jacksonianos expresan
escepticismo respecto de los compromisos de Washington con las alianzas
estratégicas como la OTAN
(esta mirada antieuropea fue expresada por el Vicepresidente, J. D. Vance, en la reciente Conferencia de
Seguridad de Múnich); con los
organismos multilaterales como la ONU
(sirve como ejemplo aquí la decisión de abandonar el Acuerdo de París); y con los acuerdos de libre comercio (lo que se expresa a través de la agresiva política de
imposición de aranceles lanzada por Trump incluso para socios históricos en el NAFTA
como Canadá y México).
Soberanistas (pero no aislacionistas)
La
historiadora Jennifer Mittelstadt ha
recuperado, en un interesante texto
publicado en The New York Times, una
categoría poco explorada por la teoría
de las relaciones internacionales:
el soberanismo. Tras repasar una serie de clasificaciones habituales
(y que no ayudan a entender la
política externa de Trump), Mittelstadt
rescata un término cuyo origen
debe rastrearse un siglo atrás:
“La política soberanista estadounidense se originó
en el momento de profunda crisis y posibilidad de 1919 (…). En medio de este
dramático cambio surgió la propuesta de una nueva forma de gobierno
supranacional: la Sociedad de Naciones (…). Los defensores del comercio y la
migración globales, los movimientos de independencia colonial, los
internacionalistas negros, los socialistas, los comunistas y los cristianos
liberales aplaudieron la llegada del gobierno mundial (…) Pero muchos
despreciaron la idea y ahí están los orígenes del movimiento soberanista estadounidense y de sus
herederos modernos”.
En ese
contexto de fines de la década de 1910 —periodo magistralmente retratado por Gore Vidal
en su novela Hollywood—, se destaca el papel de un grupo de senadores conocido
como los “irreconciliables”. En su
mayoría compuesto por republicanos —aunque también por algunos demócratas—,
el grupo lideró la oposición al
Tratado de Versalles y logró bloquear en 1919 la adhesión de los Estados Unidos a la Sociedad de Naciones. Su base de
sustentación estaba constituida por una compleja trama “soberanista” de organizaciones
patrióticas, grupos de veteranos y fundamentalistas protestantes. Estos
soberanistas consideraban —casi un siglo antes de la decisión de Trump de cerrar la
Agencia para el Desarrollo
Internacional (USAID)— la cooperación internacional como
una amenaza a la soberanía.
Otro punto de conexión entre los soberanistas precursores y los actuales
viene dado por el papel que los primeros, allá por 1940, desempeñaron en la
conformación del America First Committee (AFC),
un lobby que procuraba evitar la entrada de los Estados Unidos
en la Segunda Guerra Mundial. Lejos de la prescindencia o del aislacionismo, el America
First de la década de 1940 constituye —con su apoyo
a la Alemania nazi, a la Italia fascista y al falangismo español— un antecedente
insoslayable de las simpatías de los
soberanistas actuales con los movimientos neonazis y neofascistas europeos.
Después de
1945, los soberanistas
destinaron sus mayores esfuerzos a
combatir el orden global estructurado en torno al sistema de Naciones Unidas. Hacia fines de la década de 1950 se produce el nacimiento
de la John Birch Society (JBS),
organización fundada por Robert Welch Jr., que jugó un papel
determinante en materia
anti-internacionalista, con una
abierta oposición a la participación estadounidense en la Corte Internacional
de Justicia, la OTAN y el GATT (antecesor de la OMC). Según Mittelstadt, la perspectiva soberanista de la JBS consideraba que
“los pactos
y organismos de la ONU socavaban la
autoridad civilizadora de las naciones blancas y cristianas al ofrecer la
afiliación e influencia a comunistas, asiáticos y africanos”.
Las
similitudes con el soberanismo actual no se reducen a los
ejemplos mencionados. Durante la
década de 1960, los soberanistas
fueron los abanderados de la lucha contra la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965;
en la de 1970 encabezaron la
oposición a los Tratados
Torrijos-Carter, que garantizaron que Panamá recuperara el control
del canal homónimo después de 1999; en la de 1980 apoyaron al régimen
del apartheid sudafricano frente a las sanciones de la ONU —algo que seguramente debió haber despertado la admiración de Elon Musk, hijo y nieto de simpatizantes del gobierno afrikaner—; y en la de 1990 fueron una voz solitaria en contra
de los acuerdos comerciales
multilaterales del nuevo consenso neoliberal, y se opusieron tenazmente al liderazgo global estadounidense en la imposición
de la paz (por ejemplo, en Somalia y en los Balcanes).
En esta
“resistencia” soberanista de casi un
siglo de trayectoria anida otra de las bases de sustentación del trumpismo y su cruzada anti-globalizadora.
Reflexión final: más allá del imperio
Lejos del
recurso habitual al término
“imperialismo” para referir al papel internacional de los Estados Unidos entre los siglos XIX y XXI, el segundo gobierno de
Trump demandará un mayor esfuerzo de
los analistas en su ejercicio de
categorización. Esto no significa que la administración trumpista descarte el intervencionismo militar
—real o potencial— o que pueda apelar
en algún momento al imperialismo
comercial. Sin embargo, para entender algunos de sus rasgos
salientes, conviene evitar la tentación
automática de la caracterización
imperial. Detenerse en aspectos
identitarios como el etnocentrismo
o hurgar en la trayectoria de las
ideas asociadas al jacksonianismo y
al soberanismo puede ofrecer mejores resultados a la hora de
comprender lo que cabe esperar de los Estados Unidos en la nueva
era Trump.
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