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“Así, la revolución no
puede ser solo nacional, debe ser global. El trostkismo techy.
Aparece una confluencia tácita de líderes providenciales: Putin, Modi, Xi, Netanyahu. Laissez-faire ahora significa algo distinto:
ya no una relación con bienes sino con las personas. Y los países. Cada poder regional se relame ante los territorios (y
sus recursos) por confiscar en esta nueva época en que las naciones chicas de pronto reconocen que el zoológico se transformó
en jungla (la metáfora es del periodista Simón Kuper). Ucrania es
la víctima de esta semana: debe
aceptar una guerra perpetua o cederle a Putin parte de su territorio y a Trump la mitad de sus minerales. La situación recuerda a quienes bolsiquean atropellados. O a Barzini y Corleone.
“¿Podrán Trump, los technobros y la internacional autoritaria revolucionar el mundo?
Por cada Lenin hubo centenas de
revolucionarios fracasados. Quizás mañana Trump
desata el caos, compuesto de una
crisis económica norteamericana e inestabilidad global y termina fuera
de escena pronto. Quizás. Sin embargo, algo fundamental ya se ha movido en el
mundo. Un problema central es
que en campaña Trump fue muy
transparente sobre sus ambiciones: está cumpliendo su mandato. Y las dos fuerzas de resistencia más
importantes siguen groguis: los
Demócratas en EE. UU y, en
el mundo, los europeos. Sin embargo,
más allá de las estrategias que puedan adoptar, lo grave es, en
realidad, que en el mundo se agotó la emoción democrática. La esperanza de una “sociedad abierta” ya no le sube la bilirrubina a nadie.
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TRUMP 2.0: NOSTALGIA SOCIAL Y REVOLUCIÓN POLÍTICA.
*****
Por Alberto Vergara. Politólogo.
Fuente. La República domingo 2 de marzo del 2025.
Es sabido que Karl Marx
aseguró que la historia suele
repetirse dos veces; la primera
en forma de tragedia, la segunda como farsa. La frase me vino a la mente cuando Pedro Castillo ejecutaba su propia versión del autogolpe de Fujimori y probaba que en
el Perú cuando la historia se repite aparece primero como tragedia y luego como
episodio de Al fondo
hay sitio.
Esto viene a cuento porque desde
un lugar completamente distinto, Donald
Trump desafía e invierte el viejo dictum marxista: su primera presidencia se nos
aparece hoy como un reality
show de mal gusto y, esta
segunda, como una tragedia en
plena forma. Durante su primer
mandato, recuerdo una caricatura en The New yorker en la que unas personas comentaban
algo así como “¿y qué tal si este
presidente simplemente nos asegura la diversión cotidiana?”. Hoy ya nadie haría ese chiste. Como le
dijo don Barzini a Vito Corleone, “times have changed”
Trump versión 2.0 es otra cosa. ¿Pero qué es? Estas semanas han aparecido una multitud de caracterizaciones del personaje, sus creencias y ambiciones. Quisiera utilizar este artículo para desbrozar mis propias confusiones y proponer una caracterización política que resulta casi un oxímoron: Trump como reaccionario revolucionario.
El reaccionario es la antítesis del progresista.
No es un conservador preocupado por
defender el statu quo sino
alguien que desprecia los avances que produjeron el statu quo (de ahí la frase de Riva-Agüero a Luis Alberto Sánchez “no soy un conservador, soy un
reaccionario”). El sueño del
reaccionario es, en términos
sociales, restaurar las jerarquías estamentales (en detrimento de los ciudadanos), y, en el plano político, regresar a un sistema
donde el poder reside en pocas manos.
Ese ha sido siempre el marco
ideológico de Trump. No que
lo haya hecho explícito ni que todas sus decisiones se expliquen por esto (muchas
son simplemente estupideces, como cuando consideró que beber legía podía ser efectivo contra el covid-19),
pero ese es, llamémosle, su reflejo
ideológico.
En cuanto a su afán por reestablecer las jerarquías podríamos listar
infinidad de ejemplos. Su aparición en
la política se fundó en el disgusto que expresaba por Obama y diseminó el embuste según el
cual no había nacido en EEUU (¿cómo
un afro iba a ser norteamericano y presidente?); luego, lanzó su candidatura denigrando a mexicanos de forma genérica – malas personas, violadores--,
y durante su presidencia, por ejemplo, conminó a un grupo de congresistas mujeres con orígenes familiares diversos a que “regresaran a su país”. Es decir, Trump rechaza consistentemente la idea de una ciudadanía fundada en
la igual dignidad y capacidad de los
individuos; la ciudadanía
debería estar restringida a un solo
tipo de personas: un hombre
blanco, y mejor si es millonario.
Un ejemplo más: tras un accidente aéreo reciente en Washington DC en que murieron 64 personas, aseguró que las políticas de diversidad eran culpables del accidente. Con pilotos hombres y blancos no ocurrirían accidentes. Y, recientemente, Trump ha purgado muchos de los rangos altos de las Fuerzas Armadas, descartando a afroamericanos y mujeres. En síntesis, es un proyecto que anhela, cada vez con menos disimulo, la restauración de un orden social marcado por jerarquías adquiridas esencialmente al momento de nacer y que establecen quién está hecho para mandar y quién para obedecer; quién con el derecho a participar de la esfera pública y quién para permanecer en el ámbito privado.
Luego está la cuestión de la
concentración del poder. Durante su primera presidencia siempre guardó más
elogios para Kim Jong Un, Putin o Xi
que para cualquier líder democrático (a Ángela
Merkel siempre intentaba hacerle notar que no la consideraba una igual); al
final del mandato, comandó un intento
de golpe de Estado y como candidato
anunció que le gustaría ser dictador; ya como presidente ha afirmado
que quien está salvando a su patria no puede quebrar la ley. Busca, entonces, la concentración del poder y su ejercicio
ilimitado.
Y aunque en su primer mandato
probablemente deseaba lo mismo, ahora tiene los medios para lograrlo:
mayoría en ambas cámaras, una corte suprema a la medida, un vicepresidente
consagrado a la franela, el aparato burocrático purgado de resistencias y el FBI y el comando de las Fuerzas Armadas encabezados por fieles
del culto trumpista (“Lo amo, señor. Pienso que Usted es “great”, señor. Yo mataría por Usted, señor.” Es lo que Trump asegura le dijo el nuevo jefe de las Fuerzas Armadas
norteamericanas.)
Sin embargo, si en términos sociales Trump
busca restaurar un orden jerárquico, en términos políticos no quiere rebobinar la historia
sino un orden nuevo. Por eso es un reaccionario paradójico:
el reaccionario revolucionario.
Busca rupturas drásticas: con la
tradición democrática y republicana norteamericana al jugar con la idea
del monarca, su dinastía y corte patrimonialista;
y, de otro lado, reorganizar el tablero internacional desde las más crudas
relaciones de poder. Como proponen Iván
Krastev y Stephen Holmes, con Trump
EE. UU. reniega de su pretendida condición de “faro de libertad para el
mundo” y admite que solo es otra nación egoísta.
Sus primeros pasos son los de todo revolucionario: demoler lo existente para
intentar reconstruir de cero. En este camino Elon Musk resulta crucial y es, probablemente, la novedad más
relevante respecto de su primer mandato. Ha
quedado a cargo de una oficina abocada a destazar la burocracia estatal
y así poder erigirla nuevamente. (Por cierto, con los mismos métodos, modales y
hasta frases de cuando deshizo y rehízo Twitter).
Además, proporciona un presupuesto inagotable para presionar focos de
resistencia.
Musk
también es crucial en este ímpetu revolucionario porque trae un proyecto global
nuevo. Las ambiciones tecno-políticas
de Musk y de muchos de los
technobros --no technosisters— son de escala planetaria. En primer lugar, tienen la convicción de poder desechar a las democracias y
reemplazarlas por alguna forma
tecno-gerencial que sería más “eficiente” (el vicepresidente Vance, por ejemplo, suele citar al
intelectual de internet Curtis Yarvin
quien defiende un gobierno liderado
por un monarca-CEO).
Además, de manera perturbadoramente reveladora, Musk y otros encumbrados líderes
de esta movida crecieron en la Sudáfrica
del apartheid lo cual conecta con lo
reaccionario. Y en segundo lugar, está la parte más tecnológica del negocio que va desde reducir las regulaciones sobre sus empresas
en el mundo hasta preparar la migración hacia Marte para quienes puedan salvarse de la destrucción climática del
planeta.
Así,
aquí hay otra novedad: aparece
un proyecto reaccionario que, a diferencia de lo usual, además de una pata nacionalista, contiene una
ambición planetaria. Una internacional
reaccionaria, digamos. El desmantelamiento
de USAID, por ejemplo, busca ahogar a la sociedad civil global
frente a gobiernos autoritarios. Esta política puede tener
manifestaciones económicas diferentes, pero coincide en el desprecio por la
democracia. Por eso el enemigo principal de este cosmopolitismo reaccionario es
Europa. (Putin y Trump ruegan que Europa
decida sostener la guerra en Ucrania
por sí sola y que en ese transe
colapse).
La propuesta internacional es la de un mundo multipolar y sin ley. El mundo cartelizado entre poderes regionales.
Los hegemones regionales autoritarios facilitan
la nueva utopía global de reingienería social. Y también, por supuesto,
la vieja costumbre del pillaje y la
corrupción. En cualquier caso, el proyecto requiere pasar por encima de la voluntad de las personas y descartarlas
como a hormigueros destruidos
cuando se hace una carretera (la
imagen es de Musk, según una
periodista del New York Times). Con
democracias esto es imposible. O mucho más difícil.
Así, la revolución no puede ser solo nacional, debe ser global. El trostkismo techy. Aparece una confluencia
tácita de líderes providenciales: Putin,
Modi, Xi, Netanyahu. Laissez-faire ahora
significa algo distinto: ya no una relación con bienes sino con las
personas. Y los países. Cada poder
regional se relame ante los territorios (y sus recursos) por confiscar
en esta nueva época en que las naciones
chicas de pronto reconocen que el zoológico se transformó en jungla (la
metáfora es del periodista Simón Kuper).
Ucrania es la víctima de esta
semana: debe aceptar una guerra
perpetua o cederle a Putin
parte de su territorio y a Trump la
mitad de sus minerales. La situación recuerda a quienes bolsiquean
atropellados. O a Barzini y Corleone.
¿Podrán Trump, los
technobros y la internacional autoritaria revolucionar el mundo? Por cada Lenin hubo centenas de revolucionarios
fracasados. Quizás mañana Trump
desata el caos, compuesto de una crisis económica norteamericana e
inestabilidad global y termina fuera de escena pronto. Quizás. Sin embargo,
algo fundamental ya se ha movido en el mundo. Un problema central es que en
campaña Trump fue muy transparente
sobre sus ambiciones: está cumpliendo su mandato. Y las dos fuerzas de
resistencia más importantes siguen groguis: los
Demócratas en EE. UU y, en
el mundo, los europeos. Sin embargo,
más allá de las estrategias que puedan adoptar, lo grave es, en
realidad, que en el mundo se agotó la emoción democrática. La esperanza de una “sociedad abierta” ya no le sube la bilirrubina a
nadie.
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