La
historia sigue con las formas de esclavitud que depara el siglo XXI en las
condiciones de un mercado global en cuyos intersticios
sociales, en los márgenes de la deslocalización empresarial, en los espacios
ensangrentados de los escenarios bélicos, en el comercio clandestino de seres humanos..., continúa dándose la negación de la humanidad de hombres y
mujeres a los que se roba su dignidad
a la vez que se les destruye su vida –hasta la muerte, si es el caso–. Lo
nuevo en medio de tan inhumano panorama es la invisibilización que se extiende sobre el mismo, la cual afecta a refugiados y migrantes expuestos en su
vulnerabilidad, cuando no pierden la vida en naufragios o en imposibles
travesías, a caer en las manos desaprensivas de quienes no ven en ellos más que
carne de pingües beneficios económicos
en la más cruda ilegalidad. Quienes son esclavizados quedan en esa zona
trágicamente equívoca a donde los Estados
no quieren llevar la ley, en donde los organismos internacionales no pueden
hacer valer los Derechos Humanos. Es el territorio de
un capitalismo salvaje ante el que se lava las manos el poder político, sabiendo cómo se sacrifican humanos en los altares de los ídolos
económicos. Quienes quedan sometidos a nuevas formas de esclavitud son sus
primeras víctimas propiciatorias.
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NUEVAS FORMAS DE ESCLAVITUD.
“Los nuevos esclavos
asalariados del siglo XXI”.
*****
José Antonio Pérez Tapias.
CTXT.
Jueves 3 de mayo del 2018.
La deshumanización que
comporta la esclavización de otros seres humanos no e s sólo cuestión de la
degradación personal de determinados individuos, sino que es exponente de la
violencia estructural del sistema económico y socio-político.
¿No
habrá un Espartaco del siglo XXI o, mejor, muchos “espartacos”
rebelándose contra las formas de esclavitud que al día de hoy se siguen dando?
¿Lograrán las muchas “espartaquistas”
que actualmente se organizan, como le gustaría decir a Rosa Luxemburgo, acabar con las actuales esclavitudes? Porque en
nuestro mundo continúa habiendo millones de personas esclavizadas. Tal es una
más de las graves contradicciones en las que nos movemos, pues este mismo mundo
con esclavos es en el que se hace ondear la bandera de los Derechos Humanos, pretendiendo para ellos –es decir, para todos los
humanos en referencia a los cuales se predican– validez universal. El
desmentido que supone el hecho lacerante de las diferentes formas de esclavitud
para la universalidad de los Derechos
Humanos –incluso para lo que más matizadamente se presenta como su
universalizabilidad– obliga a invocarlos con mayor cuidado y más humildad, no
sea que de tanto apelar a ellos se nos queden en tapadera ideológica para
encubrir realidades inhumanas.
Porque la esclavitud
es in-humana en grado sumo, esto es, negación de la humanidad
de quienes se ven sometidos o sometidas a tal condición. Quienes llevan
adelante las prácticas de esclavización presentan, por lo mismo, una extrema des-humanización.
Pero la deshumanización que la esclavización de otros seres humanos comporta no
es sólo cuestión de la degradación personal de determinados individuos, sino que es exponente de la violencia
estructural del sistema económico y sociopolítico en que ese trato
radicalmente injusto encuentra lugar. Cualquier forma de esclavitud es un modo
de explotación máxima de unos seres humanos por otros. Toda forma de esclavitud
supone la total reducción de seres humanos a medios, meros medios, para ser
utilizados sin miramiento alguno: es cosificación, es mercantilización, es
enajenación de la condición humana hasta no dejar resquicio alguno para el
respeto a esa dignidad de la que toda mujer, todo hombre, cualquier niño o
niña, es acreedor o acreedora. Si el imperativo reconocimiento de la dignidad,
como señalara Kant, implica tratar a
cada cual como “fin en sí”, la
esclavitud se sitúa en las antípodas.
La trata de personas –para
explotación sexual o para el modo de explotación que sea–, el trabajo infantil, el trabajo en
condiciones infrahumanas, la vida a total expensas de la voluntad de otros –sin
libertad alguna y, por tanto, en la más
rotunda desigualdad–…, son las maneras en las que la esclavitud sigue
reproduciéndose a estas alturas de la historia. Nada vale, no ya como
justificación, sino ni siquiera como atenuante, la impertinente referencia al
hecho de que en otras épocas y en muy diferentes culturas se diera la
esclavitud. Tales consideraciones tampoco son de recibo como explicación acerca
de las causas de por qué ciertas prácticas perduran. Las circunstancias son muy
distintas.
Ciertamente,
podemos recordar que hasta los griegos,
con el refinamiento espiritual que les permitió inventar su democracia,
tenían institucionalizada la esclavitud,
el sometimiento de esos otros considerados bárbaros o tratados como vencidos sin remisión… Basta traer a
colación a título de muestra las palabras del mismísimo Aristóteles al comienzo
de su Política, donde aprueba sin ambages que los griegos sean “señores de los bárbaros”, asumiendo la
concepción dominante en su entorno cultural de que “ser bárbaro y ser siervo es todo uno”. No entraba en el horizonte
cultural de la Grecia clásica un
cuestionamiento firme de una institución y unas prácticas sobre las que
gravitaba en gran medida la dinámica de la polis desde sus condiciones materiales de vida. Pero
fue germinando la semilla de la igualdad, de las exigencias de justicia, del
imperativo de trato digno para todos. Desde la Antigüedad hasta hoy, la lucha
contra la esclavitud ha sido larga, y no ha terminado.
Atendiendo a los últimos
siglos, podemos constatar que esa lucha contra la esclavitud
se hizo más compleja en la Modernidad, algo paradójico si se piensa que esa
modernidad europea fue la de la autonomía del sujeto, la de la libertad del ciudadano, la de la progresiva democratización de la sociedad y
de sus instituciones políticas. No olvidemos, sin embargo, que el reverso
de la Modernidad fue el colonialismo,
instaurado mediante políticas imperialistas. Fuertes contradicciones iban con
ello.
La
época que se inició repensando la naturaleza humana como universal y hablando
de dignidad desde parámetros iusnaturalistas, fue la que generó desde el mismo Renacimiento una nueva manera de legitimar
ideológicamente la esclavitud: la consiguió cultivando teórica y
prácticamente el racismo, esa quiebra de la universal condición humana que se
postulaba, estableciendo supuestas divisiones anti-igualitarias en el seno de
la especie, apoyándolas falsamente en consideraciones groseramente biológicas. Las nuevas formas de dominio a gran escala
se apoyaron, como bien ha mostrado Foucault, en el racismo como elaboración discursiva
reclamada como legitimación de una explotación que trascendía las relaciones de
explotación en términos de clase. El
discurso racista, reforzando el etnocentrismo
europeo, sirvió para considerar a los otros no blancos, no europeos, como
inferiores, menos humanos, susceptibles de un presunto legítimo dominio, cual
si fueran animales o cosas. Costó siglos, y mucho sufrimiento, abolir
oficialmente la esclavitud en los países en los que estuvo legalmente
establecida. Si en los territorios de la Monarquía
Hispánica el empeño abolicionista arrancó en el siglo XVI con figuras como Bartolomé de las Casas –su empeño por
la liberación de la esclavitud para los
indios no impidió frenar la “importación” de esclavos desde África–, la
esclavitud perduró en dominios españoles hasta 1886, cuando definitivamente se abolió en Cuba.
Con todo, erradicar
definitivamente la esclavitud, más allá de las
declaraciones oficiales, sigue siendo tarea pendiente. Como ocurre con otras
prácticas, también la esclavitud
encontró formas de “reciclado”, bajo nuevas condiciones e incluso con el
amparo de nuevas coberturas jurídicas. Por eso, el mismo Marx, a la vista del modo de
producción capitalista tal como se iba estructurando en el siglo XIX, hablaba de “la esclavitud económica del proletariado”,
por más que el obrero se supusiera
libre bajo la ficción legal de un contrato de trabajo entre partes formalmente
simétricas –¿y no se va abriendo paso una silenciada esclavitud de nuevo cuño a
manos del desespero del desempleo, de la precariedad laboral, de salarios de miseria, de
contratos leoninos?–.
La historia sigue con las
formas de esclavitud que depara el siglo XXI en las condiciones de un mercado
global en cuyos intersticios sociales, en los márgenes de la deslocalización
empresarial, en los espacios ensangrentados de los escenarios
bélicos, en el comercio clandestino de
seres humanos..., continúa dándose la negación
de la humanidad de hombres y mujeres a
los que se roba su dignidad a la vez que se les destruye su vida –hasta la
muerte, si es el caso–. Lo nuevo en medio de tan inhumano panorama es la invisibilización que se extiende sobre
el mismo, la cual afecta a refugiados y
migrantes expuestos en su vulnerabilidad, cuando no pierden la vida en
naufragios o en imposibles travesías, a caer en las manos desaprensivas de
quienes no ven en ellos más que carne de
pingües beneficios económicos en la más cruda ilegalidad. Quienes son
esclavizados quedan en esa zona trágicamente equívoca a donde los Estados no quieren llevar la ley, en
donde los organismos internacionales no pueden hacer valer los Derechos Humanos. Es el territorio de un capitalismo salvaje
ante el que se lava las manos el poder
político, sabiendo cómo se sacrifican
humanos en los altares de los ídolos económicos. Quienes quedan sometidos a
nuevas formas de esclavitud son sus primeras víctimas propiciatorias.
Con sus “nudas vidas”
–sus vidas al desnudo– quienes son
esclavizados, y en muchos casos bordeando las leyes o retorciendo la
legalidad pretendiendo guardar las apariencias de lo que es delictivo, son
arrojados extramuros del Estado de
derecho y fuera de las estructuras democráticas. El filósofo Giorgio Agamben subraya esa realidad de nuestro tiempo con
marcados y bien puestos acentos. Las
nuevas formas de esclavitud tienen el terreno abonado en esas zonas
en las que cualquier individuo pasa a ser considerado “homo sacer”, del que se predica su carácter sagrado atribuible en
teoría a su dignidad, pero que a la vez se aparta al territorio fuera de toda
ley donde es sacrificado.
Quienes se hallan en situaciones de esclavitud padecen el
más terrible “estado de excepción”.
Si en la capacidad para decretar el estado de excepción ponía Carl Schmitt el elemento en verdad
identificador del poder soberano, es de suyo la violenta reducción al más
injusto estado de excepción lo que muestra el reverso de la soberanía que ejercen las instancias de efectivo
poder que en nuestro mundo pueden hacerlo. Para los esclavizados se verifica en grado extremo la constatación de Benjamin acerca de cómo “la tradición de los oprimidos nos enseña
que la regla es el ‘estado de excepción’ en el que vivimos”. Su clamor, el
silenciado clamor de ellos y ellas, es interpelación ineludible que exige esa justicia sin la cual las democracias de este mundo no van más
allá de la cobertura indecente de un modo de vida excluyente que conforma la
realidad de un sistema de dominio en el que la exigencia de dignidad se ve
aplastada por lo inhumano de las esclavitudes actuales: crímenes de lesa humanidad.
¿Qué
cabe esperar? O más esclavitud o solidaria tarea emancipadora pretendiendo
liberación. Para decantar tal alternativa por el lado
de la humanización
contraria a la deshumanización máxima
que la esclavitud supone, la cuestión estriba en retomar lo que Ernst Bloch planteaba como el necesario
enhebrar el hilo rojo de tantos éxodos habidos en la historia
tras metas de liberación; en definitiva para que la Tierra que habitamos esté
más cerca de ser, como relata un bello mito guaraní, la “tierra sin mal” –sin ese mal del cual la esclavitud es una de sus
manifestaciones en grado sumo.
*****
José Antonio
Pérez Tapias es catedrático y decano en la
Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de Invitación
al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional. (Madrid,
Trotta, 2013) @JAPTAPIAS.
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