Este breve repaso, sin duda incompleto y esquemático,
tiene por finalidad mostrar que esos gobiernos
expresaban distintos estilos que de todos modos correspondían a desarrollos
capitalistas como proveedores de materias primas. Eso los alejaba de las
intenciones defendidas por la izquierda que les dio origen. Las izquierdas latinoamericanas siempre
cuestionaron el desarrollo basado en exportar materias primas, y lo concebían
como un resabio colonial. El cambio propio
de los progresismos es que pasaron a defender esa condición primero como un
éxito, y luego como una necesidad. Allí
nace en Uruguay, pongamos por caso, la apuesta sojera y luego la obsesión
con buscar petróleo, el coqueteo con el fracking o el sueño megaminero del
anterior gobierno.
Estas mismas condiciones se repiten en otros terrenos,
y como consecuencia se vuelve necesario distinguir entre izquierdas y
progresismos. Otra cuestión distinta es si una izquierda crítica del desarrollo hubiese podido ejercer una
autonomía frente a ese tipo de desarrollo bajo las condiciones que padecía América Latina; sin duda esto es
discutible. Pero mi punto es que esa aspiración dejó de estar en la agenda
concreta y real de esos gobiernos, y por el contrario, organizaron
justificaciones y explicaciones para seguir siendo proveedores de materias
primas. Esa postura, abandonando ese horizonte de cambio, es uno de los
elementos específicos del progresismo, y como se dijo arriba ocurre lo mismo en
otras cuestiones. Todo ello expresa un regreso a la defensa del “progreso”, por momentos en visiones
próximas a las de fines del siglo XIX y principios del siglo XX.
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IZQUIERDAS Y PROGRESISMOS: LA DIVERGENCIA
VISTA DESDE ALLÁ Y DESDE AQUÍ.
*****
Eduardo Gudynas.
Hemisferio Izquierdo.
Miércoles 5 de setiembre del 2018.
Estos son tiempos de perplejidad para muchos. Pocos
años atrás se festejaban los avances de gobiernos de una “nueva izquierda” en América Latina, pero ahora hay alarma ante sus
derrumbes. En esa perplejidad están inmersos muchos analistas, académicos y militantes,
tanto en nuestro continente como en el norte global, que en muchos casos
resulta de lo que podrían describirse como miradas “externas” que no siempre
logran entender las contradicciones y riesgos que existían “dentro” de nuestros
países.
Es necesaria una pausa, retomar análisis que vayan más
allá de la superficialidad, sean más precisos en sus conceptos, entiendan y
dialoguen con todo tipo de actores, asumiendo las tensiones, los avances y los
retrocesos en los procesos políticos.
El reciente especial de Hemisferio Izquierdo sobre “Bienes Comunes” es una excusa apropiada
para un aporte en ese sentido, y en especial la entrevista a Daniel Chávez. Este investigador,
residente en Holanda y participante del Transnational Institute, reconoce su
distancia con los que describe como “críticos
al desarrollo” (entre los que incluye a Pablo Solón de Bolivia, Edgardo
Lander de Venezuela, Arturo Escobar de
EEUU / Colombia, Maristella Svampa
de Argentina, y a mí mismo). El cuestionamiento de Chávez apunta a dos componentes de aquella corriente: “su crítica acérrima al rol de Estado y su
incapacidad de formulación de propuestas alternativas o superadoras de lo que
ellos criticaban”, aunque admite que con los años comprendió que no eran tan
“ácidos” y que habían algunas “propuestas”.
Esa entrevista ejemplifica a la corriente de quienes
fueron entusiastas defensores de los progresismos, se resistían a entender las
contradicciones y en varios casos cuestionaban a quienes elevaban alertas. Ese
tipo de posturas prevalecieron por años, y al menos desde mi experiencia,
entiendo que en parte se originan desde esa postura de un “exterior” político casi siempre, epistemológico y afectivo muchas
veces, y que no lograba reconocer las voces de alerta “internas”. De esa manera no se detectaron a tiempo los problemas,
no se corrigieron muchas estrategias políticas, y lo que es peor, de alguna
manera, no advirtieron que con eso germinó el regreso de un nuevo
conservadurismo en algunos países. El énfasis en defender a toda costa a los
progresismos, la disciplina partidaria o la adhesión política acrítica, y los
problemas en dialogar con otros actores, seguramente jugó un papel importante
en la actual debacle. Por esa razón, esta crisis política está inmersa en otra
crisis más amplia, una de interpretación, y que no siempre es reconocida.
Advertencias tempranas.
Sin duda los nuevos gobiernos que conquistaron el
poder desde 1999, con Hugo Chávez en
Venezuela, y que se difundieron en los siguientes años, como Evo Morales en Bolivia, Lula da Silva en
Brasil, Rafael Correa en Ecuador o el Frente Amplio en Uruguay, implicaron
una ruptura con el conservadurismo y las posturas neoliberales. Ese cambio
recibió amplios respaldos tanto desde zonas rurales como ámbitos urbanos.
En una etapa inicial, y en especial desde mediados de
los años 2000, buena parte de los
analistas, militantes e intelectuales del amplio campo de la izquierda
celebraron cambios como la reducción de la pobreza o una mayor participación
estatal en las estrategias de desarrollo, especialmente vinculada a la
administración de recursos mineros o petroleros. Esto es entendible. De todos
modos, algunos daban unos pasos más, y sostenían que era próximo el derrumbe de
los capitalismos (como se afirmaba al tiempo de la crisis financiera de 2007/8)
o que no existía nada a la izquierda de esos gobiernos.
Pero poco a poco comenzaron a elevarse alertas,
inicialmente desde algunas minorías y desde localidades rurales (que en varios países correspondían a
comunidades campesinas o indígenas). Muchas de ellas expresaban reclamos
ante los efectos negativos de ciertos tipos de estrategias, como la explotación
minera, petrolero o agrícola. Recuerdo que en año 2007, en el norte de Ecuador, líderes indígenas amazónicos
me decían que la contaminación que ellos sufrían era la misma, y nada cambiaba
si operaba una empresa estatal o una corporación transnacional. Esos casos
mostraban que el desarrollo se organizaba de diferente manera bajo esos
gobiernos pero se repetían problemática como los impactos sociales, ambientales
y económicos.
Este tipo de circunstancias también se registraba en Bolivia y Venezuela, mientras que en Argentina, Brasil o Uruguay,
contradicciones análogas se vivían con la liberalización desenfrenada de
transgénicos, la avalancha de agroquímicos, y la proliferación de los
monocultivos de exportación.
Cuando se ubica esa problemática en un marco
conceptual, se puede argumentar que enfrentamos distintas variedades de
desarrollo. En unos casos se organiza de modo conservador, con fuerte participación
empresarial y extranjera, tal como ocurría en Chile o Colombia. En otros casos, como Uruguay, Argentina, Brasil o Venezuela, el desarrollo se
instrumentaliza en clave progresista, con mayor presencia estatal y un abanico
de instrumentos de compensación, sobre todo económicos. Pero en todos los casos
se compartían ideas básicas sobre el desarrollo como progreso, crecimiento
económico y subordinación exportadora del país como proveedor de recursos
naturales.
La obsesión con ciertos parámetros económicos,
incluyendo unas ideas simplistas sobre que el mero crecimiento podía generar
excedentes que permitirían reducir la
pobreza, hacía que incluso aquellos nuevos gobiernos insistieran en
profundizar la exportación de recursos naturales para incrementar sus ingresos.
Eran los
tiempos de bonanza de los altos precios de las materias primas, como soja,
minerales o petróleo, lo que alimentó una notable expansión económica. Bajo
esas condiciones se generaban muchos excedentes, y algunos de ellos eran captados
por los Estados para, en parte, compensar a grupos afectados. Por ejemplo, si
bien el gobierno Lula priorizó el apoyo a la agropecuaria exportadora,
especialmente sojera, esa bonanza le permitió proveer de asistencia a pequeños
agricultores y movimientos sociales rurales. No resolvió sus problemas
estructurales ni avanzó en una reforma agraria, pero apaciguó la protesta en el
campo. Algo similar ocurrió en Uruguay.
Esas compensaciones disimulaban desarreglos productivos sustantivos, el
desplazamiento de prácticas tradicionales de agricultura familiar, y una
creciente lista de impactos sociales y ambientales de la agroindustria. Cuando
los precios internacionales cayeron, esa compensación económica se resquebrajó,
regresaron los cuestionamientos y ya no pudieron disimularse los problemas que
permanecían sin resolución.
Los intentos de seguir una senda distinta que podría
llamarse un desarrollo de izquierda,
que buscara desmontar la dependencia exportadora de materias primas, no
fructificaron. Las necesidades de dinero y las tentaciones de aquellos altos
precios, reforzó el perfil comercial primarizado en todos los países. La
intención de aumentar la captura de excedentes, como ocurrió en la Argentina kirchnerista cuando se
elevaron las retenciones a las exportaciones de granos, generó una ola de
protestas sociales que forzó a un retroceso gubernamental.
Un caso todavía más extremo ocurrió en Perú,
cuando asumió el gobierno Ollanta Humala en 2011 en asociación con varios partidos de
izquierda. Su giro progresista chocó a los pocos meses con las
exigencias de los sectores empresariales mineros y las necesidades de capital,
y al no contar con capacidades para construir una alternativa, terminó
recayendo en un extractivismo tan conservador, que se rompió su coalición.
Izquierda y progresismo: dos regímenes.
Este breve repaso, sin duda incompleto y esquemático,
tiene por finalidad mostrar que esos gobiernos
expresaban distintos estilos que de todos modos correspondían a desarrollos
capitalistas como proveedores de materias primas. Eso los alejaba de las
intenciones defendidas por la izquierda que les dio origen. Las izquierdas latinoamericanas siempre
cuestionaron el desarrollo basado en exportar materias primas, y lo concebían
como un resabio colonial. El cambio propio
de los progresismos es que pasaron a defender esa condición primero como un
éxito, y luego como una necesidad. Allí
nace en Uruguay, pongamos por caso, la apuesta sojera y luego la obsesión
con buscar petróleo, el coqueteo con el fracking o el sueño megaminero del
anterior gobierno.
Estas mismas condiciones se repiten en otros terrenos,
y como consecuencia se vuelve necesario distinguir entre izquierdas y
progresismos. Otra cuestión distinta es si una izquierda crítica del desarrollo hubiese podido ejercer una
autonomía frente a ese tipo de desarrollo bajo las condiciones que padecía América Latina; sin duda esto es
discutible. Pero mi punto es que esa aspiración dejó de estar en la agenda
concreta y real de esos gobiernos, y por el contrario, organizaron
justificaciones y explicaciones para seguir siendo proveedores de materias
primas. Esa postura, abandonando ese horizonte de cambio, es uno de los
elementos específicos del progresismo, y como se dijo arriba ocurre lo mismo en
otras cuestiones. Todo ello expresa un regreso a la defensa del “progreso”, por momentos en visiones
próximas a las de fines del siglo XIX y principios del siglo XX.
El desvanecimiento de aquel impulso inicial de
izquierda ocurrió de distinto modo y a diferentes ritmos en cada país. Pero en
todos ellos la adhesión al desarrollo convencional jugó un papel importante, ya
que si, por ejemplo, se persiste en el papel de proveedor subordinado de
materias primas, se deben por un lado proteger emprendimientos como minería o
petróleo, incluso ante la protesta ciudadana, y por el otro lado, aceptar las
reglas de la globalización, el flujo de capital y mercancías, y normas como las
de la Organización Mundial de Comercio.
La viabilidad de ese tipo de exportaciones requiere asumir casi todas las
condiciones del capitalismo global.
Ese tipo de factores terminaron conformando lo que hoy
conocemos como gobiernos “progresistas”.
Por lo tanto, “izquierda” y
“progresismo” son regímenes
políticos diferentes. Sin duda que el
progresismo no es una nueva derecha ni un neoliberalismo, por más que a
veces así se lo acusa. Pero tampoco es
la izquierda original propia de cada país y
del continente. Es también exagerado afirmar que estamos ante un “final” del progresismo (en realidad
eso responde casi siempre a una mirada autocentrada de analistas argentinos o
brasileños sobre sus propios países, prestándole poca atención a lo que ocurre
en Uruguay, Bolivia o Ecuador).
La incapacidad de reconocer a los progresismos como un régimen político distintivo y los análisis
incompletos sobre la situación en cada país, debe estar jugando papeles
importantes en la perplejidad de muchos analistas, tal como se indicaba al
inicio de este artículo. En ellos opera una mirada “externa” que no supo entender los síntomas “internos” que vienen acumulándose desde hace años.
Ese tipo de miradas, sean del sur como del norte, no
reconocieran esa divergencia, y siguen insistiendo en que gobiernos como los de
Maduro en Venezuela y Ortega en
Nicaragua, son la mejor y genuina expresión de una izquierda, y que además
es latinoamericana y popular.
Afuera y adentro
La asimilación de los progresismos a una izquierda es esperable por quienes priorizan las
adhesiones partidarias, están atemorizados por un retorno de la derecha o se aferran a un cargo en el
Estado. Pero más allá de esos casos, se superponen otros análisis donde
fallaron los vínculos y diálogos con las comunidades locales. Esto no quiere
decir que exista mala intención, pero si es cierto que se desestiman las voces
de alerta de ciertos actores.
Siguiendo recorridos como estos, se genera una
narrativa sobre el devenir de la “nueva
izquierda” latinoamericana que es sobre todo una construcción intelectual
basada en artículos y libros, donde la conversación discurre entre las citas
bibliográficas. Pero casi no se “escucha” o “entienden” las demandas que vienen desde la base ciudadana,
especialmente los más desplazados en sitios marginales, como pequeños
agricultores, trabajadores rurales, campesinos, indígenas, etc. (y a
pesar que buena parte de ellos fueron clave en que esos partidos ganaran las
elecciones).
Posiblemente los ejemplos más conocidos de ese tipo de
posiciones sean los escritos periodísticos de Atilio Borón o Emir Sader. Lo mismo
ocurre con varios análisis producidos desde el hemisferio norte sobre lo que
sucede en América Latina. Al leer
esa literatura, casi toda escrita en inglés, se tiene la impresión que en
nuestros países se vivía algo así como un paraíso de la liberación nacional, y
que cualquier crítica era mera expresión de conservadores agazapados que
intentaban socavar un experimento popular.
Sea en el norte o en el sur, hay analistas que
presentan por ejemplo a José “Pepe”
Mujica como el apóstol del
ambientalismo por su discurso en las Naciones Unidas, pero nunca
entendieron, ni escucharon, pongamos por caso, a las mujeres de la zona
Valentines que alertaban sobre los impactos de sus planes de megaminería de
hierro. Lo mismo ocurre en los demás países.
También se decía que los “críticos del desarrollo” se contentaban con los cuestionamientos
pero no ofrecían alternativas. Esa afirmación es otro ejemplo de la escucha
incompleta, ya que las alternativas iban de la mano casi desde un inicio con
los cuestionamientos a los
extractivismos progresistas. Es más, ese esfuerzo, conocido como
transiciones post-extractivistas, está en marcha desde hace diez años en los
países andinos y ya avanzó hacia otras naciones. A diferencia de otras
exploraciones, estas alternativas otorgaban especial atención a propuestas
concretas, sean en políticas como en instrumentos, desde reformas tributarias a
las zonificaciones territoriales. Pero además, esa insistencia en opciones de
cambio concreto eran en parte esfuerzos para
recuperar una izquierda comprometida con la justicia social y ambiental.
Renovación y raíces
Tanto dentro de nuestros países como a nivel global,
hay cuestionamientos al capitalismo global, como los de David Harvey, y defensas de los progresismos criollos, como las de Atilio Borón. Todas ellas pueden tener
elementos valiosos. Pero esas miradas a su vez confunden capitalismo con desarrollo, y progresismo con izquierda, y
por ello tienen dificultades para entender la crisis actual y para proponer
alternativas. Están muchas veces restringidas a los manuales y decálogos
políticos europeos o norteamericanos, y no son interculturales.
Constituyen ejemplos de ese “afuera” donde no aparecen los matices o voces interiores, como las
de indígenas o campesinos, las de los jornaleros informales en los campos de soja bolivianos, o las de las negras
colombianas que resisten la minería de oro. De ese modo, esa “exterioridad” pierde lo
específicamente latinoamericano que se esperaría en una crítica desde nuestro
continente. Los análisis de coyuntura se han debilitado, y se escapan las
particularidades nacionales y locales.
Así se termina
confundiendo al progresismo con la izquierda. Del mismo modo, se esquiva el
espinoso análisis de cuáles son las responsabilidades de esos progresismos en
generar el nuevo conservadurismo que ahora se observa, por ejemplo, en Argentina o Brasil. Entonces, no
puede sorprender la perplejidad ante la actual crisis.
Una postura muy distinta es la crítica que se hace desde el “adentro”, y que podría
describirse como “enraizada”, para tomar una imagen del colombiano Orlando Fals Borda. En lugar de
excluirlos, se busca un diálogo con las alertas, las visiones o los reclamos
locales, especialmente con quienes son directamente afectados por el desarrollo
o usualmente marginados cultural y políticamente. Es un “adentro” que acepta la interculturalidad,
respetando otros tipos de saberes y otras sensibilidades ante el mundo social y
natural. Sin duda habrá posiciones distintas, acalorados debates, y otro tipo
de contradicciones, pero será una construcción más cercana a nuestras
circunstancias. Por todo esto, una renovación de lo que sería unas “izquierdas” que estén ajustadas a América Latina y al
siglo XXI, deben estar social y
políticamente situadas, dialogar con todos los actores y sus saberes, y
entender los contextos históricos y ecológicos.
* Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino
Americano de Ecología Social (CLAES),
en Montevideo.
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