"Es
posible decir que entre 1948 y 1989 los derechos humanos fueron
predominantemente un instrumento de la guerra fría, lectura que durante mucho
tiempo fue minoritaria. El discurso hegemónico de los derechos humanos fue
usado por los gobiernos democráticos occidentales para exaltar la superioridad
del capitalismo en relación con el comunismo del bloque socialista de los
regímenes soviético y chino. Según tal discurso, las violaciones de los
derechos humanos solamente ocurrían en ese bloque y en todos los países
simpatizantes o bajo su influencia. Las violaciones que había en los países
“amigos” de Occidente, crecientemente bajo influencia de los Estados Unidos,
eran ignoradas o silenciadas. El fascismo portugués, por ejemplo, se benefició
durante mucho tiempo de esa “sociología de las ausencias”, tal como sucedió con
Indonesia durante el período en que invadió y ocupó Timor Oriental, o con
Israel desde el inicio de la ocupación colonial de Palestina hasta hoy. En
general, el colonialismo europeo fue por mucho tiempo el beneficiario principal
de esa sociología de las ausencias. Así se fue construyendo la superioridad
moral del capitalismo en relación con el socialismo, una construcción en la que
colaboraron activamente los partidos socialistas del mundo occidental".
"Esta
construcción no estuvo libre de contradicciones. Durante este período, los
derechos humanos en los países capitalistas y bajo la influencia de los Estados
Unidos fueron muchas veces invocados por organizaciones y movimientos sociales
en la resistencia contra violaciones flagrantes de esos derechos. Las
intervenciones imperiales del Reino Unido y de los Estados Unidos en el Medio
Oriente, y de los Estados Unidos en América Latina, a lo largo de todo el siglo
XX, nunca fueron consideradas internacionalmente violaciones de derechos
humanos, aunque muchos activistas de derechos humanos sacrificasen su vida
defendiéndolos. Por otro lado, sobre todo en los países capitalistas del
Atlántico Norte, las luchas políticas llevaron a la ampliación progresiva del
catálogo de derechos humanos: los derechos sociales, económicos y culturales se
juntaron a los derechos civiles y políticos. Surgió entonces cierta disociación
entre los defensores de la prioridad de los derechos civiles y políticos sobre
los demás (corriente liberal), y los defensores de la prioridad de los derechos
económicos y sociales o de la indivisibilidad de los derechos humanos
(corriente socialista o socialdemócrata)".
/////
Desde
la caída del Muro de Berlín, el capitalismo global fue "promoviendo una
narrativa cada vez más restringida de derechos humanos", sostiene De Sousa
Santos.
EL MIEDO, LA ESPERANZA Y LOS DERECHOS
HUMANOS.
Para una nueva declaración universal de
los DD. HH.
*****
Boaventura de Sousa Santos.
Página/12
martes 21 de enero del 2020.
El
gran filósofo del siglo XVII Baruch Spinoza escribió que los dos sentimientos
básicos del ser humano (afectos, en su terminología) son el
miedo y la esperanza. Y sugirió que es necesario lograr un equilibrio entre
ambos, ya que el miedo sin esperanza conduce al abandono y la esperanza sin
miedo puede conducir a una autoconfianza destructiva. Esta idea puede
extrapolarse a las sociedades contemporáneas, especialmente en una
época en la que, con el ciberespacio, las comunicaciones digitales
interpersonales instantáneas, la masificación del entretenimiento industrial y
la personalización masiva del microtargeting comercial y político, los
sentimientos colectivos son cada vez más “parecidos” a los
sentimientos individuales, aunque siempre sean agregaciones selectivas. Es por
ello que actualmente la identificación con lo que se oye o se lee resulta tan inmediata
(“eso es precisamente lo que pienso”, aunque nunca antes se haya pensado
sobre “eso”), al igual que la repulsión (“tenía buenas razones para
odiar eso”, a pesar de que nunca se haya odiado “eso”). De este
modo, los sentimientos colectivos se convierten fácilmente en una memoria
inventada, en el futuro del pasado de los individuos. Por supuesto, esto solo
es posible porque, a falta de una alternativa, la degradación de las
condiciones materiales de vida se vuelve vulnerable a una reconfortante
ratificación del statu quo.
Si
convertimos los sentimientos de esperanza y miedo en sentimientos colectivos,
podemos concluir que tal vez nunca haya habido una distribución tan desigual
del miedo y la esperanza a escala global. La gran mayoría de
la población mundial vive dominada por el miedo: al hambre, a la guerra, a la
violencia, a la enfermedad, al jefe, a la pérdida del empleo o a la
improbabilidad de encontrar trabajo, a la próxima sequía o a la próxima
inundación. Este miedo casi siempre se vive sin la esperanza de que se pueda
hacer algo para que las cosas mejoren. Por el contrario, una diminuta fracción
de la población mundial vive con una esperanza tan excesiva que parece
totalmente carente de miedo. No teme a los enemigos porque considera que estos
han sido anulados o desarmados; no teme la incertidumbre del futuro porque
dispone de un seguro a todo riesgo; no teme las inseguridades de su lugar de
residencia porque en cualquier momento puede trasladarse a otro país u otro
continente (e incluso comienza a barajar la posibilidad de ocupar otros
planetas); no teme la violencia porque cuenta con servicios de seguridad y
vigilancia: alarmas sofisticadas, muros electrificados, ejércitos privados.
La
división social global del miedo y la esperanza es tan desigual que fenómenos
impensables hace menos de treinta años hoy parecen características normales de
una nueva normalidad. Los trabajadores “aceptan” ser explotados cada vez más a
través del trabajo sin derechos; los jóvenes emprendedores “confunden” la
autonomía con la autoesclavitud; las poblaciones racializadas se enfrentan a
prejuicios racistas que a menudo provienen de aquellos que no se consideran
racistas; las mujeres y la población LGTBI siguen siendo víctimas de violencia
de género, a pesar de todas las victorias de los movimientos feministas y
antihomofóbicos; los no creyentes o creyentes de religiones “equivocadas” son
víctimas de los peores fundamentalismos. En el plano político, la democracia,
concebida como el gobierno de muchos en beneficio de muchos, tiende a convertirse
en el gobierno de pocos en beneficio de pocos, el estado de excepción con
pulsión fascista se va infiltrando en la normalidad democrática, mientras que
el sistema judicial, concebido como el Estado de derecho para proteger a los
débiles contra el poder arbitrario de los fuertes, se está convirtiendo en la
guerra jurídica de los poderosos contra los oprimidos y de los fascistas contra
los demócratas.
Cuando la esperanza no es una ilusión:
para una emergencia de la voz de los movimientos en lucha.
***
Es
urgente cambiar este estado de cosas o la vida se volverá absolutamente
insoportable para la gran mayoría de la humanidad. Cuando la única libertad que
le quede a esta mayoría sea la libertad de ser miserable, estaremos ante la
miseria de la libertad. Para salir de este infierno, que parece programado por
un plan voraz y poco inteligente, es necesario alterar la distribución desigual
del miedo y la esperanza. Es urgente que las grandes mayorías vuelvan a tener
algo de esperanza y, para ello, es necesario que las pequeñas minorías con
exceso de esperanza (porque no temen la resistencia de quienes solo tienen
miedo) tengan miedo de nuevo. Para que esto ocurra, se necesitarán muchas
rupturas y luchas en los terrenos social, político, cultural, epistemológico,
subjetivo e intersubjetivo. El siglo pasado comenzó con el optimismo de que
rupturas con el miedo y luchas por la esperanza estaban cerca y serían
eficaces. Este optimismo tuvo el nombre inicial e iniciático de socialismo o
comunismo. Otros nombres-satélite se unieron a ellos, como republicanismo,
secularismo, laicismo. A medida que el siglo avanzaba se unieron nuevos
nombres, como liberación del yugo colonial, autodeterminación, democracia,
derechos humanos, liberación y emancipación de las mujeres, entre otros.
Hoy,
en la primera mitad el siglo XXI, vivimos entre las ruinas de muchos de esos
nombres. Los dos primeros parecen reducirse, en el mejor de los casos, a los
libros de historia y, en el peor, al olvido. Los restantes subsisten
desfigurados o, como mínimo, se ven confrontados ante la perplejidad de
acumular tantas derrotas como victorias protagonizan. Por estas razones, las
rupturas y las luchas contra la distribución torpemente desigual del miedo y la
esperanza serán una tarea ingente, porque todos los instrumentos disponibles
para llevarlas a cabo son frágiles. Además, esta discrepancia constituye en sí
misma una manifestación del desequilibrio contemporáneo entre el miedo y la
esperanza. La lucha contra tal desequilibrio debe comenzar por los instrumentos
que reflejan este mismo desequilibrio. Solo a través de luchas eficaces contra
este desequilibrio será posible señalar la expansión de la esperanza y la
retracción del miedo entre las grandes mayorías.
Cuando
los cimientos se derrumban, se convierten en ruinas. Cuando todo parece estar
en ruinas, no hay más alternativa que buscar entre las ruinas, no solo el
recuerdo de lo que fue mejor, sino especialmente la desidentificación con lo
que al diseñar los cimientos contribuyó a la fragilidad del edificio. Este
proceso consiste en transformar las ruinas muertas en ruinas vivas. Y tendrá
tantas dimensiones cuantas sean exigidas por la predictora socioarqueología.
Comencemos hoy por los derechos humanos.
Los
derechos humanos tienen una doble genealogía. A lo largo de su vasta historia
desde el siglo XVI, fueron sucesivamente (a veces de manera simultánea) un
instrumento de legitimación de la opresión eurocéntrica, capitalista y
colonialista, y un instrumento de legitimación de las luchas contra esa
opresión. Pero siempre fueron más intensamente instrumento de opresión que de
lucha contra ella. Por eso contribuyeron a la situación de extrema desigualdad
de la división global del miedo y la esperanza en la que nos encontramos hoy. A
mediados del siglo pasado, tras la devastación de las dos guerras en Europa
(con impacto mundial debido al colonialismo), los derechos humanos tuvieron un
momento alto con la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, que vino a sustentar ideológicamente el trabajo de la ONU. El 10 de
diciembre pasado se conmemoraron los 71 años de la Declaración. No es aquí el
lugar para analizar en detalle este documento, que en su origen no es universal
(de hecho, es cultural y políticamente muy eurocéntrico) pero que gradualmente
se fue estableciendo como una narrativa global de la dignidad humana.
Por una nueva Declaración Universal de los Derechos Humanos.
***
Es
posible decir que entre 1948 y 1989 los derechos humanos fueron
predominantemente un instrumento de la guerra fría, lectura que durante mucho
tiempo fue minoritaria. El discurso hegemónico de los derechos humanos fue
usado por los gobiernos democráticos occidentales para exaltar la superioridad
del capitalismo en relación con el comunismo del bloque socialista de los
regímenes soviético y chino. Según tal discurso, las violaciones de los
derechos humanos solamente ocurrían en ese bloque y en todos los países
simpatizantes o bajo su influencia. Las violaciones que había en los países
“amigos” de Occidente, crecientemente bajo influencia de los Estados Unidos,
eran ignoradas o silenciadas. El fascismo portugués, por ejemplo, se benefició
durante mucho tiempo de esa “sociología de las ausencias”, tal como sucedió con
Indonesia durante el período en que invadió y ocupó Timor Oriental, o con
Israel desde el inicio de la ocupación colonial de Palestina hasta hoy. En
general, el colonialismo europeo fue por mucho tiempo el beneficiario principal
de esa sociología de las ausencias. Así se fue construyendo la superioridad
moral del capitalismo en relación con el socialismo, una construcción en la que
colaboraron activamente los partidos socialistas del mundo occidental.
Esta
construcción no estuvo libre de contradicciones. Durante este período, los
derechos humanos en los países capitalistas y bajo la influencia de los Estados
Unidos fueron muchas veces invocados por organizaciones y movimientos sociales
en la resistencia contra violaciones flagrantes de esos derechos. Las
intervenciones imperiales del Reino Unido y de los Estados Unidos en el Medio
Oriente, y de los Estados Unidos en América Latina, a lo largo de todo el siglo
XX, nunca fueron consideradas internacionalmente violaciones de derechos
humanos, aunque muchos activistas de derechos humanos sacrificasen su vida
defendiéndolos. Por otro lado, sobre todo en los países capitalistas del
Atlántico Norte, las luchas políticas llevaron a la ampliación progresiva del
catálogo de derechos humanos: los derechos sociales, económicos y culturales se
juntaron a los derechos civiles y políticos. Surgió entonces cierta disociación
entre los defensores de la prioridad de los derechos civiles y políticos sobre
los demás (corriente liberal), y los defensores de la prioridad de los derechos
económicos y sociales o de la indivisibilidad de los derechos humanos
(corriente socialista o socialdemócrata).
La
caída del Muro de Berlín en 1989 fue vista como la victoria incondicional de
los derechos humanos. Pero la verdad es que la política internacional posterior
reveló que, con la caída del bloque socialista, cayeron también los derechos
humanos. Desde ese momento, el tipo de capitalismo global que se impuso desde
la década de 1980 (el neoliberalismo y el capital financiero global) fue promoviendo
una narrativa cada vez más restringida de derechos humanos. Comenzó por
suscitar una lucha contra los derechos sociales y económicos. Y hoy, con la
prioridad total de la libertad económica sobre todas las otras libertades, y
con el ascenso de la extrema derecha, los propios derechos civiles y políticos,
y con ellos la propia democracia liberal, son puestos en cuestión como
obstáculos al crecimiento capitalista. Todo esto confirma la relación entre la
concepción hegemónica de los derechos humanos y la guerra fría.
Ante
este escenario, se imponen dos conclusiones paradójicas e inquietantes, y un
desafío exigente. La aparente victoria histórica de los derechos humanos está
derivando en una degradación sin precedentes de las expectativas de vida digna de
la mayoría de la población mundial. Los derechos humanos dejaron de ser una
condicionalidad en las relaciones internacionales. Cuando mucho, en vez de
sujetos de derechos humanos, los individuos y los pueblos se ven reducidos a la
condición de objetos de discursos de derechos humanos. A su vez, el desafío
puede formularse así: ¿será todavía posible transformar
los derechos humanos en una ruina viva, en un instrumento para transformar la
desesperación en esperanza? Estoy convencido de que sí.
*****
*
BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS es doctor en Sociología del Derecho, profesor de la
Universidad de Coimbra (Portugal) y de Wisconsin-Madison (EE.UU.). Traducción
de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez.
*****
No hay comentarios:
Publicar un comentario