Con el asesinato
de Qassem Soleimani, Trump juega con fuego para salvar su presidencia. Violación flagrante de la soberanía Para comprender bien los sucesos de
esta semana resulta de utilidad aportar algo de contexto. Coincidiendo con
un ejercicio
naval conjunto Irán-Rusia-China en el Golfo de Omán como
clara señal de la antipatía de Beijing y Moscú hacia la política
anti-Irán de Trump, se caracterizó a los ataques aéreos estadounidenses de
la semana pasada contra las milicias pro-Irán en Iraq y Siria como
ataques “defensivos de precisión” del ejército de EE. UU. en
respuesta a la creciente amenaza de las fuerzas proiraníes en la región. Sin
embargo, es bastante obvio que estos ataques tienen también connotaciones
geoestratégicas a la luz del acercamiento del Secretario de Estado Mike Pompeo
a los líderes de Israel, Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí
inmediatamente después de lanzarlos, ataques que fueron denunciados por Iraq
y Siria como una violación flagrante de su soberanía
“Con las autoridades de Arabia Saudí y Emiratos
Árabes Unidos alentando la idea de un deshielo en las relaciones con Irán, la intención de Pompeo es
claramente neutralizar esa perspectiva que va en contra de los intereses
hegemónicos de EE. UU. en la región. La dependencia de los Estados
árabes del Golfo de EE. UU. significa que están hipotecados por una
rivalidad sostenida con Irán, que está
presionando su propia carta de paz en
la región y al mismo tiempo elevando la apuesta contra el dominio de los
Estados Unidos. Pero sería un error reducir la suma de las intenciones
del presidente estadounidense Donald Trump respecto a los recientes
ataques aéreos -y lo más importante, un riesgo mal calculado como el
asesinato de Soleimani- a las circunstancias
externas en Iraq y la región, y pasar por alto la clara posibilidad
de que Trump haya echado mano del viejo libro de jugadas de instigar una
crisis extranjera para desviar los peligros internos de su presidencia. Esto
recuerda cómo Bill Clinton, en 1998, ordenó
un ataque aéreo
contra Iraq en vísperas de una importante votación de
destitución. Del mismo modo, buscando desviar la atención del proceso de
destitución, que ha cobrado impulso al revelar más pruebas condenatorias que
sugieren un “quid pro quo” en relación a Ucrania, Trump y su
equipo de política exterior cuentan con los dividendos políticos de su
último “desafío” a Irán, incluso con respecto al
asalto de los iraquíes a la embajada estadounidense fuertemente fortificada en
Bagdad”. Fuente. Rebelión.
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TRUMP: UNA GUERRA PARA LA REELECCIÓN.
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Las guerras suelen
revertir la declinante popularidad de los presidentes. Una nueva guerra asoma
en el horizonte provocada por Washington, que invoca los habituales pretextos.
Atilio
A. Boron.
Página
/12 domingo 5 de enero del 2020.
Una
de las primeras lecciones que enseñan en todo curso sobre el sistema político
de Estados Unidos es que las guerras suelen revertir la declinante
popularidad de los presidentes. Con una tasa de aprobación
de Donald Trump (foto)
del 45 por ciento en diciembre del 2019, los “déficits gemelos”
(comercial y fiscal) creciendo.
inconteniblemente
al igual que la deuda pública y una amenaza de juicio
político en su contra los consejeros y asesores de la Casa Blanca
seguramente recomendaron al presidente que apele al tradicional recurso e
inicie una guerra (o una operación militar de alto impacto) para recomponer
su popularidad y situarlo en mejor posición para encarar las
elecciones de noviembre del corriente año.
Esta
sería una plausible hipótesis para explicar el inmoral y sangriento atentado
que acabó con la vida de Qassem Soleimani,
ciertamente el general más importante de Irán. Washington informó
oficialmente que la operación fue explícitamente ordenada por Trump, con
la cobardía que es tradicional entre los ocupantes de la Casa Blanca,
aficionados a arrojar bombas a miles de kilómetros de distancia de la Avenida
Pennsylvania y de aniquilar enemigos o supuestos terroristas desde
drones manejados por unos jóvenes moral y psicológicamente
desquiciados desde algunas cuevas en Nevada. Esa misma prensa se encargó
de presentar a la víctima como un desalmado terrorista que merecía morir
de esa manera.
Con esta criminal actitud se tensa extraordinariamente la situación en Oriente
Medio, para satisfacción del régimen neonazi que gobierna Israel,
las bárbaras monarquías del Golfo Pérsico y los hampones dispersos
del derrotado –gracias a Rusia- Estado Islámico. El perverso cálculo es que en los próximos
días la popularidad del magnate neoyorquino comience a subir una vez que
la maquinaria propagandística de Estados Unidos se ponga en marcha para
embotar, por enésima vez, la conciencia de la población. Como decíamos más
arriba, esta apelación a la guerra fue utilizada rutinariamente en la historia
de ese país. Tal como el año pasado lo señalara el ex presidente James
Carter Estados Unidos estuvo en guerra
durante 222 años de sus 243 años de vida independiente. Esto no
es casual, sino que obedece a la nefasta creencia, profundamente arraigada tras
siglos de lavado de cerebros, de que Estados Unidos es la nación
que Dios ha puesto sobre la tierra para llevar las banderas de la libertad, la
justicia, la democracia y los derechos humanos a los más apartados
rincones del planeta. No se trata ahora de hacer un recuento puntual de las
guerras iniciadas para ayudar a presidentes en apuros, pero conviene traer a
colación un caso reciente que también involucra a Irak y cuyo
resultado fue distinto al esperado.
En efecto, en 1990 el presidente George H. W. Bush (Bush padre) se
encontraba en problemas de cara a su reelección. La operación “Causa
Justa”, nombre edulcorado para designar la criminal invasión de Panamá
en diciembre de 1989, no había surtido el efecto deseado puesto que no tuvo
el volumen, la complejidad y duración necesarias como para ejercer un impacto
decisivo sobre la opinión pública.
Tiempo
después el Washington Post titulaba
en primera página (16-X- 1990) que la popularidad de presidente se desplomaba
y comentaba que “algunos republicanos temen que el presidente se sienta
forzado a iniciar hostilidades para detener la erosión de su popularidad”. Previsiblemente,
los demócratas triunfaron en las elecciones de medio término de noviembre
de 1990. Bush captó el mensaje y optó por el viejo recurso: duplicó
la presencia militar de Estados Unidos en el Golfo Pérsico, pero
sin declarar la guerra. Poco después se filtraba la declaración de uno de los
principales asesores de Bush, John Sununu, diciendo, en palabras
que vienen como anillo al dedo para comprender la situación de hoy, que “una
guerra corta y exitosa sería, políticamente hablando, oro en polvo para el
presidente y garantizaría su reelección.”
La
invasión de Irak a Kuwait le ofreció a Bush padre en bandeja esa oportunidad: ir
a la guerra para “liberar” al pequeño Kuwait del yugo de su prepotente
vecino. A mediados de enero de 1991 la Casa Blanca lanzó la
operación “Tormenta del Desierto” –a la cual se asoció, para desgracia de la Argentina,
el gobierno de Carlos S. Menem- contra Irak, un país ya devastado por
las sanciones económicas y su larga guerra con Irán,
y contra un gobernante, Saddam Hussein, previamente satanizado
hasta lo indecible por la mentirosa oligarquía mediática mundial con la
imperdonable complacencia de las “democracias occidentales.” Pero,
contrariamente a lo esperado por sus consejeros Bush padre fue derrotado
por Bill Clinton en
las elecciones de noviembre de 1992. Y lo hizo con cuatro palabras: “¡Es
la economía, estúpido!” ¿Quién podría asegurar que un desenlace igual no podría
repetirse esta vez?
Esto,
por supuesto, dicho sin la menor esperanza de que un eventual sucesor
demócrata del sátrapa neoyorquino pueda ser más favorable, o menos funesto,
para el futuro de la humanidad. No obstante, de lo que sí estamos
seguros es que el “orden internacional” construido por Estados Unidos y sus socios
europeos exhibe un avanzado estado de putrefacción. De otro modo no se entiende
el silencio cómplice o la hipócrita condena, cuando no la abierta celebración,
de los aliados de la Casa Blanca y la “prensa libre” ante un crimen
perpetrado en contra de un alto jefe militar –no de un supuesto ignoto “terrorista”-
de un país miembro de Naciones Unidas ordenado por el presidente de Estados
Unidos y en abierta violación de la legalidad internacional e, inclusive,
de la propia Constitución y las leyes de Estados Unidos. Una nueva
guerra asoma en el horizonte provocada por Washington, que invoca
los habituales pretextos para encubrir sus insaciables ambiciones imperiales. El “complejo militar-industrial” festeja con champán mientras el
mundo se estremece ante la tragedia que se avecina.
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