Imágenes como estas ya son inquietantemente familiares,
especialmente desde los incendios de California
en 2017 y 2018. Pero
la respuesta a lo que se ha visto en Australia,
de nuevo, durante un periodo que se ha convertido en meses, es desconocida,
para mí al menos y no para bien. Los incendios de California acapararon la atención del mundo, pero
mientras que los que están todavía ardiendo descontroladamente en Australia
han tenido algo de atención mediática fuera del país, en general se han
presentado como una historia local alarmante pero no apocalíptica.
¿Cuál es la diferencia? Están los factores habituales, el
deseo de mirar hacia otro lado, el evitar contemplar los aspectos más
alarmantes de la vida contemporánea o lo que presagia para nuestro futuro, la
estrechez de miras de los medios, reacios a cubrir los desastres climáticos,
al menos como desastres climáticos, y las fuerzas de la negación
que, aparentemente ahora están encarnadas tanto en el primer ministro
australiano Scott Morrison
(que fue elegido después de una campaña centrada contra la acción
climática y quien despreocupadamente se fue de vacaciones a Hawái
mientras su país ardía) como en Donald Trump o
Jair Bolsonaro.
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Incendios en Australia arrasan más d e10 millones de hectáreas.
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LA
APATÍA MUNDIAL ANTE LOS INCENDIOS DE AUSTRALIA ES UN PRESAGIO ATERRADOR PARA EL
FUTURO.
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David Wallace-Wells.
NYmag
Rebelión miércoles 15 de enero del 2020.
Traducido por Eva Calleja.
Ahora mismo,
en las afueras de una megalópolis hipermoderna del primer mundo, a finales de un año en el que el público parecía
haber despertado finalmente a la dramática amenaza del calentamiento global,
se lleva desarrollando durante cerca dos meses enteros un desastre climático de
un horror inimaginable y el resto del mundo casi no está prestando atención.
Los
incendios de Nueva Gales del Sur llevan ardiendo desde septiembre, destruyendo más de seis millones de hectáreas
y permanecen casi completamente incontrolados por las fuerzas de bomberos
voluntarios desplegados para combatirlos; el 12 de noviembre, Sídney
declaró una alerta de incendios “catastrófica” sin precedentes. Eso fue
hace seis semanas, y los fuegos casi seguramente continuaran ardiendo hasta
finales del mes que viene, lo más pronto que puede llegar la lluvia. Por supuesto pueden durar más tiempo todavía
ayudados, en parte, por las olas de calor que
rompen todos los récords y que al mismo tiempo están azotando el país
(técnicamente un continente entero, Australia tuvo
una media de más de 37ºC a principios de este mes) y destruyendo la
vida marina del océano que le rodea. “En tierra, las altas temperaturas
son “apocalípticas”, escribió el Straits-Times de
Singapur. “En el océano es todavía peor”.
El humo ya
ha envuelto la ciudad de Sídney en un aire al
menos diez veces más saturado de humo de lo que se considera seguro para
respirar, haciendo saltar alarmas contra incendios en el interior y suspendiendo
el servicio del ferry de la ciudad, ya que los barcos no pueden navegar
en la niebla tóxica. La ciudad de Melbourne,
a más de 800 kilómetros de distancia, se ha estado ahogando en humo
también y los lejanos glaciares de Nueva
Zelanda han cambiado de color
debido a los incendios. Un informe previo que decía que los koalas estaban “funcionalmente extintos”
resultó estar equivocado, pero un informe más reciente sugiere que, debido a
los incendios, 480 millones de animales han muerto. Y como las plantas contienen carbono que se
libera cuando se queman, cuando los incendios de Nueva
Gales del Sur terminen de arder,
seguramente casi se habrán doblado las emisiones de carbono de Australia
para este año, o más.
Puedes
elegir casi cualquier día de los últimos dos meses y quedarte horrorizado por
las imágenes de lo que
ha ardido ese día. Pero en la víspera de año nuevo, hubo algo en la
muestra aleatoria que apareció en mi muro de una red social que es
especialmente desgarrador.
Imágenes como estas ya son inquietantemente familiares,
especialmente desde los incendios de California
en 2017 y 2018. Pero
la respuesta a lo que se ha visto en Australia,
de nuevo, durante un periodo que se ha convertido en meses, es desconocida,
para mí al menos y no para bien. Los incendios de California acapararon la atención del mundo, pero
mientras que los que están todavía ardiendo descontroladamente en Australia
han tenido algo de atención mediática fuera del país, en general se han
presentado como una historia local alarmante pero no apocalíptica.
Increíblemente murieron - ardiendo en el fuego - millones de animales. Mientras su Primer Ministro descansaba de vacaciones en otra parte del mundo. Es de la misma familia de destructores y enemigos de la Madre Naturaleza. Morrison , Trump y Bolsonaro.
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¿Cuál es la diferencia? Están los factores habituales, el
deseo de mirar hacia otro lado, el evitar contemplar los aspectos más
alarmantes de la vida contemporánea o lo que presagia para nuestro futuro, la
estrechez de miras de los medios, reacios a cubrir los desastres climáticos,
al menos como desastres climáticos, y las fuerzas de la negación
que, aparentemente ahora están encarnadas tanto en el primer ministro
australiano Scott Morrison
(que fue elegido después de una campaña centrada contra la acción
climática y quien despreocupadamente se fue de vacaciones a Hawái
mientras su país ardía) como en Donald Trump o
Jair Bolsonaro.
Pero se me ocurren otras
dos explicaciones más, ninguna de ellas alentadoras. La primera es la duración de este horror climático que
nos ha permitido normalizarlo incluso mientras sigue desarrollándose y continúa
torturando, brutalizando y aterrorizando. El incendio de Paradise, California, causó casi todo su daño en
solo cuatro horas, y su corta duración pudo haber sido tan importante para
nuestro horror colectivo como su velocidad. Quizá si hubiese durado más,
incluso ardiendo con la misma ferocidad, simplemente nos hubiésemos
acostumbrado a él como el ruido blanco de la catástrofe a nuestro alrededor,
por imposible que pueda parecer, dada la escala del sufrimiento que acarreó.
Por supuesto, esta
hipótesis es especialmente preocupante teniendo en cuenta la manera en la
que el cambio climático inevitablemente amplificará esta clase de horrores
en las décadas futuras. En la actualidad, hay categorías de desastres
naturales, como las sequias, que
entendemos pueden durar meses, o incluso años, y aunque deberían captar nuestra
atención, raramente lo hacen. A esa categoría de desastres ya hemos
añadido otros como las inundaciones, que devastaron el Medio Oeste
esta primavera, que duraron muchos meses en algunos lugares, impidiendo a granjeros
americanos plantar sus cosechas en siete millones de hectáreas. Pero
comprender que las inundaciones son un desastre que puede durar meses es
una cosa, por muy impensable que pueda haberle parecido a cualquier americano
medio hace cinco o diez años. Llegar a ver la época de incendios como
una amenaza permanente es otra adaptación terrible, aunque los californianos
están haciendo precisamente eso. Pero considerar los incendios mismos, que
pueden viajar a 90 kilómetros por hora o más creando sus propios sistemas meteorológicos
que lanzan rayos a kilómetros de distancia de las llamas causando más fuegos, no
como una catástrofe repentina, sino como una condición semipermanente,
me da la impresión que es otro nivel de normalización. Y sin embargo, aquí
estamos.
La segunda explicación es incluso más
inquietante. Si me
hubiesen dicho, incluso hace seis meses, que un desastre climático como
este azotaría un lugar como Australia, probablemente hubiese esperado
una cobertura mediática generalizada, ver la ópera de Sídney contra un
inquietante fondo de humo naranja es una imagen espectacular, pero no es
quizá tan importante para las redes sociales como ver a las Kardashian
evacuar el valle en Instagram, sin embargo, yo habría esperado mucho más que
esto. No es por una fe moralista en los medios o en el interés del público por
historias desgarradoras como esta. Es por una razón más siniestra: durante
décadas, en EE.UU. y Europa Occidental, hemos prestado muchísima más
atención al sufrimiento a pequeña escala por la fuerza de desastres
naturales cuando afectan a partes del Occidente rico que lo que
nunca hemos mostrado por aquellos que ya están sufriendo tanto por el cambio
climático en Asia y especialmente en el sur del mundo.
Esos prejuicios son una
atrocidad moral y una
característica especialmente preocupante de la respuesta mundial al cambio
climático, que ya está castigando al mundo en desarrollo de maneras que
casi nadie en el Occidente rico consideraría justas, si se permitiesen
verlo. Pero también ha resultado ser irritantemente terco y yo habría esperado
que los mismos prejuicios hubieran unido la compasión y la empatía de
millones de personas en EE.UU. y Europa por la mala situación de una antigua
colonia como Australia, principalmente blanca
y angloparlante, enfrentada al desastre, esté lo lejos que esté.
Desafortunadamente, la
respuesta mundial a los incendios
ha sugerido algo que es más bien lo contrario: que ningún lazo de alianza
o lealtad tribal es lo suficientemente fuerte para no desecharlo,
si desecharlo nos permite ver el sufrimiento de otros que viven en otro lugar
del planeta como algo insignificante para nuestras propias vidas. Estos
incendios no son más que un desastre, por supuesto, y el planeta tiene
muchos campos de prueba como este para el futuro. Pero entre una de las más
perversas monstruosidades del cambio climático sería que trajese
consigo el fin de esta clase de perjuicios mundiales, no para reemplazarlos por un sentido de humanidad compartida
sino por un sistema de desinterés definido por círculos cada vez más pequeños
de empatía.
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