lunes, 7 de julio de 2014

LA ESCLAVITUD: EL CAPITAL Y EL TRABAJO.

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La conexión plantación-fábrica resalta también en el denso retrato de la economía esclavista en Estados Unidos escrito por Walter Johnson (River of dark dreams. Slavery and empire in the cotton kingdom, 2013), cuyas descripciones del tormentoso proceso en que el trabajo humano se convertía en mercancías y más capital, la gente viva en cadáveres y la vida humana en algodón, se parecen a los relatos del trabajo fabril de El capital. También para Johnson no hubiera habido el capitalismo decimonónico sin la esclavitud que alimentaba circuitos comerciales desde Nueva Orleans hasta Nueva York y Liverpool; y sin los plantadores (un arquetipo de un capitalista estadunidense) que, por más crueles que fueran –violando a las mujeres esclavas convertían su semen en capital–, también eran muy hábiles en el uso de nuevas tecnologías y sofisticados instrumentos financieros.
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El mundo civilizado señala como una de las grandes conquistas la abolición de la esclavitud a favor de la humanidad. Existen numerosos tratados y convenios internacionales contra la esclavitud y sin embargo, subsisten en todo el globo terráqueo formas de esclavitud que pasan inadvertidas para sociedades y los Estados.

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LA ESCLAVITUD: EL CAPITAL Y EL TRABAJO.
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Maciek Wisniewski

La Jornada, lunes 7 de julio del 2014.

Cuando en 1805 el capitán Amasa Delano, durante una excursión a las costas de Chile, se encontró con un buque esclavista golpeado por el mar y lo abordó para llevar provisiones, pensó que su tripulación estaba a cargo de la situación y de su mercancía, unos 70 esclavos africanos; pero cuando se dio cuenta de que cayó víctima de una muy astuta escenificación a fin de poder recibir ayuda –en realidad los esclavos se apoderaron del buque semanas antes y exigieron ser llevados de vuelta a Senegal– sometió a los rebeldes y los revendió.

Esta increíble –pero verdadera– historia narrada por Herman Melville en su (casi) olvidada novela Benito Cereno (1855), que abre el nuevo libro de Greg Grandin (The empire of necessity: slavery, freedom, and deception in the new world, 2014) era sólo, literalmente, un pretexto.

Inspiró al autor a emprender una minuciosa investigación sobre la trata de esclavos en América y sirvió para introducir su argumento, según el cual la esclavitud no era un accidente en la economía moderna, sino su parte integral, que ayudó en el desarrollo de varios campos, desde la medicina hasta seguros, finanzas y bienes raíces.

Aunque el impacto de la esclavitud llegó más allá del trabajo no remunerado, fue precisamente la plusvalía extraída de él lo que generó la riqueza que corría por las venas de los circuitos comerciales mundiales.

Según un cálculo, entre 1619 y 1865 los esclavos realizaron 222 millones 505 mil 49 horas de trabajo, que hoy representarían un valor de millones de millones de dólares.

Aunque Marx comentó un poco acerca de la esclavitud –presente en otros sistemas, pero que con el capitalismo cobraba rasgos particulares–, subrayando por ejemplo que, contrariamente al trabajador, el esclavo no vendía su fuerza de trabajo, sino él mismo era una mercancía vendida a su amo junto con ésta, que además no le pertenecía, no elaboró más al respeto.
El primero que teorizó sobre la importancia de la esclavitud para el surgimiento del capitalismo fue el marxista polaco Henryk Grossman (1881-1951), autor de La ley de la acumulación y del derrumbe del sistema capitalista (1929).

Como subraya Rick Kuhn, su biógrafo, Grossman trataba de corregir a la vez el argumento de Rosa Luxemburgo, otra marxista polaca: mientras para ella la expansión territorial capitalista era motivada por la necesidad de encontrar nuevos mercados, él analizaba el colonialismo en términos de la necesidad de explotar la fuerza de trabajo –también esclava– y la extracción de plusvalía, según él el principal motor del capitalismo. Mientras Luxemburgo insistía en que la plusvalía generada en los países centrales buscaba su realización mediante el comercio colonial, Grossman argumentaba que la plusvalía generada en las periferias buscaba su realización en el centro (International Socialist Review, No. 56, 11/07).

Para él, la esclavitud era igualmente clave para la industria como la maquinaria –sin el trabajo esclavo no hubiera habido algodón–, aunque el avance tecnológico disminuyó finalmente las ventajas de la esclavitud en la acumulación del capital (o sea, su abolición fue al fin resultado de procesos económicos, como ha subrayado Eric Williams en su Capitalism and slavery, 1944).

La conexión plantación-fábrica resalta también en el denso retrato de la economía esclavista en Estados Unidos escrito por Walter Johnson (River of dark dreams. Slavery and empire in the cotton kingdom, 2013), cuyas descripciones del tormentoso proceso en que el trabajo humano se convertía en mercancías y más capital, la gente viva en cadáveres y la vida humana en algodón, se parecen a los relatos del trabajo fabril de El capital.

También para Johnson no hubiera habido el capitalismo decimonónico sin la esclavitud que alimentaba circuitos comerciales desde Nueva Orleans hasta Nueva York y Liverpool; y sin los plantadores (un arquetipo de un capitalista estadunidense) que, por más crueles que fueran –violando a las mujeres esclavas convertían su semen en capital–, también eran muy hábiles en el uso de nuevas tecnologías y sofisticados instrumentos financieros.

Si bien Thomas Piketty en su Capital in the twenty-first century (2014) toma en cuenta la esclavitud como parte del cálculo de capital en Estados Unidos –según su enfoque neoclásico capital=riqueza, muy diferente al de Marx–, no dedica más atención al tema, ni al colonialismo, dejando así una laguna en su historia del capital (véase: Counterpunch, 28-30/3/14).

Tampoco –centrándose en las desigualdades sociales internas– se interesa en la polarización a escala global, cuando muchos de los que están arriba (estados y/o trasnacionales) deben su avance y riqueza a su pasado colonial y al libre comercio de esclavos.

Pero su falla más grande –al fijarse sólo en la distribución, no en la producción– es su limitado esquema del proceso capitalista según el cual el dinero produce más dinero (M-M1).

Para Marx, que miraba las relaciones sociales y la explotación subrayando que sólo el trabajo (P) crea el valor –su esquema es más complejo: M-C-P-C1-M1–, esto era una economía vulgar, que se guiaba sólo por las apariencias e ignoraba el proceso real de acumulación (Michael Roberts, Unpicking Piketty, en: Weekly Worker, 5/6/14).

La milagrosa desaparición del trabajo en la formación del capital en el siglo XXI resulta aún más perturbadora ante la persistencia de la esclavitud, el trabajo forzado y el tráfico humano.

Aunque hoy los dueños de los medios de producción usan violencia más sutil (como la deuda ilegal), su objetivo es el mismo: sacar el mayor provecho posible del trabajo (contrarrestando, dirán seguidores de Grossman, la tendencia decreciente de la tasa de ganancia).

Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en el mundo existen 21 millones de trabajadores esclavos, de los que 19 son explotados por empresas privadas.

Así se ve cómo las teorías en boga, como el fin del trabajo (Rifkin) o las ecuaciones económicas que excluyen el trabajo humano (Piketty, et al.), cumplen el papel ideológico invisibilizando la verdadera dinámica del proceso productivo capitalista, oscureciendo tanto el pasado como el presente de la esclavitud, impulsada por el insaciable empuje de la extracción de plusvalía.


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