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La conexión plantación-fábrica resalta también en
el denso retrato de la economía esclavista en
Estados Unidos escrito por Walter Johnson (River of dark dreams. Slavery and
empire in the cotton kingdom, 2013), cuyas descripciones del tormentoso
proceso en que el trabajo humano se
convertía en mercancías y más capital, la gente viva en cadáveres y la vida
humana en algodón, se parecen a los relatos del trabajo fabril de El capital. También para Johnson no
hubiera habido el capitalismo decimonónico sin la esclavitud que alimentaba
circuitos comerciales desde Nueva
Orleans hasta Nueva York y Liverpool; y sin los plantadores (un arquetipo
de un capitalista estadunidense) que, por más crueles que fueran –violando a
las mujeres esclavas convertían su semen en capital–, también eran muy hábiles en el
uso de nuevas tecnologías y sofisticados instrumentos financieros.
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El mundo
civilizado señala como una de las grandes conquistas la abolición de la
esclavitud a favor de la humanidad. Existen numerosos tratados y convenios
internacionales contra la esclavitud y sin embargo, subsisten en todo el globo
terráqueo formas de esclavitud que pasan inadvertidas para sociedades y los
Estados.
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LA ESCLAVITUD: EL
CAPITAL Y EL TRABAJO.
*****
Maciek Wisniewski
La Jornada, lunes 7 de
julio del 2014.
Cuando en 1805 el capitán
Amasa Delano, durante una excursión a las costas de Chile, se encontró con un
buque esclavista golpeado por el mar y lo abordó para llevar provisiones, pensó
que su tripulación estaba a cargo de la situación y de su mercancía, unos 70
esclavos africanos; pero cuando se dio cuenta de que cayó víctima de una muy
astuta escenificación a fin de poder recibir ayuda –en realidad los esclavos se
apoderaron del buque semanas antes y exigieron ser llevados de vuelta a
Senegal– sometió a los rebeldes y los revendió.
Esta increíble –pero
verdadera– historia narrada por Herman Melville en su (casi) olvidada novela Benito
Cereno (1855), que abre el nuevo libro de Greg Grandin (The empire of
necessity: slavery, freedom, and deception in the new world, 2014) era
sólo, literalmente, un pretexto.
Inspiró al autor a
emprender una minuciosa investigación sobre la trata de esclavos en América y
sirvió para introducir su argumento, según el cual la esclavitud no era un
accidente en la economía moderna, sino su parte integral, que ayudó en el
desarrollo de varios campos, desde la medicina hasta seguros, finanzas y bienes
raíces.
Aunque el impacto de la
esclavitud llegó más allá del trabajo no remunerado, fue precisamente la
plusvalía extraída de él lo que generó la riqueza que corría por las venas de
los circuitos comerciales mundiales.
Según un cálculo, entre
1619 y 1865 los esclavos realizaron 222 millones 505 mil 49 horas de trabajo, que
hoy representarían un valor de millones de millones de dólares.
Aunque Marx comentó un poco
acerca de la esclavitud –presente en otros sistemas, pero que con el
capitalismo cobraba rasgos particulares–, subrayando por ejemplo que,
contrariamente al trabajador, el esclavo no vendía su fuerza de trabajo, sino
él mismo era una mercancía vendida a su amo junto con ésta, que además no le
pertenecía, no elaboró más al respeto.
El primero que teorizó
sobre la importancia de la esclavitud para el surgimiento del capitalismo fue
el marxista polaco Henryk Grossman (1881-1951), autor de La ley de la
acumulación y del derrumbe del sistema capitalista (1929).
Como subraya Rick Kuhn, su
biógrafo, Grossman trataba de corregir a la vez el argumento de Rosa
Luxemburgo, otra marxista polaca: mientras para ella la expansión territorial
capitalista era motivada por la necesidad de encontrar nuevos mercados, él
analizaba el colonialismo en términos de la necesidad de explotar la fuerza de
trabajo –también esclava– y la extracción de plusvalía, según él el principal
motor del capitalismo. Mientras Luxemburgo insistía en que la plusvalía
generada en los países centrales buscaba su realización mediante el comercio
colonial, Grossman argumentaba que la plusvalía generada en las periferias
buscaba su realización en el centro (International Socialist Review, No.
56, 11/07).
Para él, la esclavitud era
igualmente clave para la industria como la maquinaria –sin el trabajo esclavo
no hubiera habido algodón–, aunque el avance tecnológico disminuyó finalmente
las ventajas de la esclavitud en la acumulación del capital (o sea, su
abolición fue al fin resultado de procesos económicos, como ha subrayado Eric
Williams en su Capitalism and slavery, 1944).
La conexión
plantación-fábrica resalta también en el denso retrato de la economía
esclavista en Estados Unidos escrito por Walter Johnson (River of dark
dreams. Slavery and empire in the cotton kingdom, 2013), cuyas
descripciones del tormentoso proceso en que el trabajo humano se convertía en
mercancías y más capital, la gente viva en cadáveres y la vida humana en
algodón, se parecen a los relatos del trabajo fabril de El capital.
También para Johnson no
hubiera habido el capitalismo decimonónico sin la esclavitud que alimentaba
circuitos comerciales desde Nueva Orleans hasta Nueva York y Liverpool; y sin
los plantadores (un arquetipo de un capitalista estadunidense) que, por más
crueles que fueran –violando a las mujeres esclavas convertían su semen en capital–,
también eran muy hábiles en el uso de nuevas tecnologías y sofisticados
instrumentos financieros.
Si bien Thomas Piketty en
su Capital in the twenty-first century (2014) toma en cuenta la
esclavitud como parte del cálculo de capital en Estados Unidos –según su
enfoque neoclásico capital=riqueza, muy diferente al de Marx–, no dedica más
atención al tema, ni al colonialismo, dejando así una laguna en su historia del
capital (véase: Counterpunch, 28-30/3/14).
Tampoco –centrándose en las
desigualdades sociales internas– se interesa en la polarización a escala
global, cuando muchos de los que están arriba (estados y/o trasnacionales)
deben su avance y riqueza a su pasado colonial y al libre comercio de esclavos.
Pero su falla más grande
–al fijarse sólo en la distribución, no en la producción– es su limitado
esquema del proceso capitalista según el cual el dinero produce más dinero
(M-M1).
Para Marx, que miraba las
relaciones sociales y la explotación subrayando que sólo el trabajo (P) crea el
valor –su esquema es más complejo: M-C-P-C1-M1–, esto era una economía vulgar,
que se guiaba sólo por las apariencias e ignoraba el proceso real de
acumulación (Michael Roberts, Unpicking Piketty, en: Weekly Worker, 5/6/14).
La milagrosa desaparición
del trabajo en la formación del capital en el siglo XXI resulta aún más
perturbadora ante la persistencia de la esclavitud, el trabajo forzado y el
tráfico humano.
Aunque hoy los dueños de
los medios de producción usan violencia más sutil (como la deuda ilegal), su
objetivo es el mismo: sacar el mayor provecho posible del trabajo
(contrarrestando, dirán seguidores de Grossman, la tendencia decreciente de la
tasa de ganancia).
Según la Organización
Internacional del Trabajo (OIT), en el mundo existen 21 millones de
trabajadores esclavos, de los que 19 son explotados por empresas privadas.
Así se ve cómo las teorías
en boga, como el fin del trabajo (Rifkin) o las ecuaciones económicas que
excluyen el trabajo humano (Piketty, et al.), cumplen el papel
ideológico invisibilizando la verdadera dinámica del proceso productivo
capitalista, oscureciendo tanto el pasado como el presente de la esclavitud, impulsada por el
insaciable empuje de la extracción de plusvalía.
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