Francia parece estar viviendo la precuela de una
lucha que aúna justicia social y lucha contra el cambio climático, un fenómeno
que pronto podría extenderse a otros países, entre ellos España. Cual es la raíz del asunto.- Macron
decidió subir el precio de los carburantes y aquello fue la gota que colmó un
vaso que ya estaba lleno: volvían a pagar los de siempre,
los que más sufrieron recortes sociales , servicios públicos mermados,
reducción de impuestos a las grandes fortunas (una de las primeras decisiones
del presidente al llegar al Elíseo), precarización del trabajo, desigualdad en
aumento en el país de la egalité . Pero para entender el desbordamiento del
vaso hay que mirar más atrás: hoy se cosecha la ira sembrada por la
desindustrialización de Francia en las décadas anteriores, el centralismo del
Estado (París, París, París), la precarización del empleo y el abandono del
mundo rural y las zonas periféricas, grandes víctimas de la deslocalización de
fábricas y las políticas implantadas desde París (lo analiza con precisión
quirúrgica Christophe Guilluy en La Francia Periférica ).
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Protesta de los chalecos amarillos en la Plaza de la
República en París. STEPHANE MAHE / REUTERS.
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CHALECOS AMARILLOS, PREÁMBULO DE UNA CRISIS
ECOSOCIAL GLOBAL.
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José Bautista.
La Marea…miércoles 23 de enero del 2019.
“Es probable
que la rabia que expresa la población francesa no sea más que un síntoma
visible de la inminente crisis ecológica y crisis global que se avecina”,
reflexiona José Bautista.
¿Quiénes son exactamente
los chalecos amarillos? ¿A qué se debe su irrupción y la violencia
desproporcionada que tiene lugar en buena parte del país? La prensa
internacional vuelve a poner el foco en Francia, uno de los países más
estereotipados del mundo. Las dudas abundan, pero hay varias cosas claras: el
movimiento de los chalecos amarillos nació tras la decisión del gobierno de
aumentar los impuestos a los carburantes (no solo al diésel), se caracteriza
por ser heterogéneo, apartidista, líquido, autoorganizado e impredecible, y es
percibido con simpatía por más del 70% de la población, según las últimas
encuestas. La mayoría de sus integrantes son personas blancas, de
mediana edad, procedentes de zonas periféricas y rurales .
Los gilets
jaunes o chalecos amarillos han
logrado incluso cortar los Campos Elíseos y tomar el Arco del Triunfo. Esta
acción tiene una importante carga simbólica: Napoleón, el gran líder de la
Francia posrevolucionaria, había concebido avenidas amplias y grandiosas para,
entre otras cosas, dificultar que las protestas bloquearan el tránsito de la
capital francesa. La revolución y sus herencias parecen cada vez más obsoletas.
¿Qué hay de transgresor en este nuevo movimiento?
La
aparición de los chalecos amarillos está generando amplios debates sobre su
orientación ideológica (Le Pen y Mélenchon son los dos favoritos en este
movimiento, con el apoyo de 4 y 2 de cada 10 chalecos amarillos
respectivamente, según Elabe), el rol de las redes sociales y los bulos en la
propagación de la ira , y el liderazgo improvisador de Macron.
Rafael Poch, cronista privilegiado y de mirada larga, descarta una posible
insurrección francesa porque las banlieues o
periferias empobrecidas, conflictivas y de origen migrante están ausentes .
Sin embargo, hay una discusión subyacente que también toma fuerza y resulta
cuanto menos interesante: Francia parece estar viviendo la precuela de una
lucha que aúna justicia social y lucha contra el cambio climático, un fenómeno
que pronto podría extenderse a otros países, entre ellos España. Vayamos por
partes.
La raíz del
asunto.
Macron
decidió subir el precio de los carburantes y aquello fue la gota que colmó un
vaso que ya estaba lleno: volvían a pagar los de siempre,
los que más sufrieron recortes sociales , servicios públicos mermados,
reducción de impuestos a las grandes fortunas (una de las primeras decisiones
del presidente al llegar al Elíseo), precarización del trabajo, desigualdad en
aumento en el país de la egalité . Pero para entender el desbordamiento del
vaso hay que mirar más atrás: hoy se cosecha la ira sembrada por la
desindustrialización de Francia en las décadas anteriores, el centralismo del
Estado (París, París, París), la precarización del empleo y el abandono del
mundo rural y las zonas periféricas, grandes víctimas de la deslocalización de
fábricas y las políticas implantadas desde París (lo analiza con precisión
quirúrgica Christophe Guilluy en La Francia Periférica ).
El
geógrafo Roger Brunet habla de la “diagonal del vacío” para
referirse a la franja que va desde el noreste al suroeste, un territorio en
proceso de despoblación y con las tasas de desempleo más altas de Francia. Allí
es donde explotó y se hizo fuerte el movimiento de los chalecos amarillos. ¿Por
qué? Porque los factores que llenaron y desbordaron el vaso retumban allí con
más fuerza. En las zonas rurales, con ciudades pequeñas y medianas, el coche es
prácticamente imprescindible para ir al súper o a la estación de tren más
cercana. La violencia extrema de la policía, habitual en entornos urbanos pero
no tanto fuera de ellos, apuntaló la indignación de los chalecos amarillos. Los
enfrentamientos con las autoridades y con otros ciudadanos ya han causado seis
muertos, más que en el reciente atentado de Estrasburgo.
He
ahí el quid de la cuestión: es imperativo combatir el
cambio climático y, por tanto, es imprescindible subir el precio de los carburantes y
concebirlos como un combustible del pasado, le pese a quien le pese. Pero
cuando esta responsabilidad solo recae en una parte de la sociedad –la misma
que padece la austeridad, los recortes y la precarización–, aparecen grandes
fricciones, la ciudadanía pierde la confianza en sus representantes y los
partidos ultraderechistas engordan. Macron llegó a ser la personificación de la
esperanza en Europa, pero su gestión de esta crisis demuestra que no ha
entendido el reto. La violencia policial, que ha dejado miles de detenciones y
personas heridas (entre ellas, periodistas), no hace más que agitar una olla a
presión que pide a voces válvulas de escape, no golpes. Una de las imágenes que
estas movilizaciones dejan para la posteridad es la de los estudiantes de
instituto arrodillados y custodiados por la policía (había 151 estudiantes
detenidos, según los medios franceses). Qué paradoja que la escena se viviera
en Mantes-la-Jolie, periferia de la periferia de París, ejemplo población
deprimida y despoblada de Francia en la que las fachadas todavía reflejan
trazas de un pasado próspero de fábricas abiertas y bares repletos.
Punto de
inflexión
Macron
improvisa. Está demasiado lejos de la realidad del francés de a pie para
entender la rabia que expresan las calles. Primero dio marcha atrás en la
subida del precio de los carburantes (se estimaba una recaudación anual de
33.000 millones de euros, de los que solo 7.000 millones serían revertidos en
asuntos sociales). Después, viendo que la violencia no cesaba, apareció en
televisión –23 millones de espectadores– para anunciar cuatro medidas: otorgar
100 euros extra a quienes cobran el salario mínimo (nota demagógica: Macron
gastaba más de 8.000 euros al mes en su maquillador personal), anular el alza
de las cotizaciones para pensiones bajas, y eliminar impuestos a las horas
extra y a las bonificaciones que voluntariamente los empresarios dan a sus
plantillas. Dos de estas medidas tienen trampa (están supeditadas a la voluntad
del empresario), mientras que la ayuda complementaria al salario mínimo parece
más una decisión publicitaria o que pretende dividir: de los casi 70 millones
de habitantes que tiene Francia, solo 1,8 millones percibe la remuneración
mínima y, en todo caso, ya estaba prevista una subida de 30 euros. Por si fuera
poco, todo esto aumentará el gasto público. Macron puede permitírselo porque, a
diferencia de Italia, Bruselas no le puede levantar la voz a Francia si
se salta el objetivo de déficit (es el país europeo que más incumple
este objetivo: 11 veces desde 1999). En resumen: respuestas cortoplacistas y
superficiales por parte del Gobierno y la sociedad ante problemas que afectan a
la médula de la nación y al gran desafío del siglo XXI.
Es
probable que la rabia que expresa la población francesa no sea más que un
síntoma visible de la inminente crisis ecológica y social global que se
avecina. También es reflejo del individualismo que nos mueve: ni la crisis de
las personas refugiadas, ni el trato favorable de Francia hacia regímenes
autoritarios o su intervención en guerras lejanas produjeron
niveles de indignación como los que se ven ahora ante una medida que afecta
directamente al bolsillo de los ciudadanos. Pero también hay espacio
para el optimismo . Por un lado, los chalecos amarillos revelan que
hay vida más allá de sindicatos y partidos. Por otro, es la primera vez que en
la Cumbre del Clima celebrada en Polonia (la llamada COP24), los representantes
gubernamentales han hecho referencias constantes a los chalecos amarillos y la
necesidad de acordar una transición ecológica justa para los trabajadores y
trabajadoras. El eurodiputado español de origen francés Florent Marcellesi
asegura que estamos ante una oportunidad para construir una transición, pero
esta “solo puede ser justa y no dejar a nadie atrás”. La última encuesta Ipsos
divulgada antes del cierre de esta edición también arroja un halo de esperanza:
los Verdes
aumentan del 9% al 14% en intención de voto entre los franceses de cara a las
elecciones europeas.
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