“Lo
que la oposición no dice, ni dirá, es que más allá de las contradicciones evidentes y
hasta lógicas que produce toda revolución,
su accionar ha sido monitoreado y maniobrado por agencias extranjeras, por
intereses injerencistas, que no tienen que ver con los intereses de la población venezolana, que comenzó a tomar
conciencia de su propia fuerza y sus derechos inalienables gracias al empuje
del chavismo. La
democracia venezolana ha atravesado en 20 años 23
procesos electorales, incluyendo revocatorias de mandato, elecciones de
Asamblea Constituyente, municipales, regionales, legislativas y presidenciales.
Con errores y aciertos ha demostrado ser fiel a la voluntad popular. Para
erigirse en fiscal o juez de sus
bondades o carencias, habría que contar con credenciales con las que el sistema
democrático hoy, como puede verse, no cuenta. Lo que sí nos compete y con
urgencia, es
alertar sobre el riesgo que corre la paz en nuestra región y la responsabilidad
de cada uno de salvaguardarla”.
/////
PUEBLOS DE AMÉRICA. CON LA PAZ NO SE JUEGA.
*****
Javier Tolcachier.
Rebelión, jueves 10 de enero del 2019.
Este 10 de enero, el actual presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Nicolás
Maduro, asumirá de pleno derecho su segundo mandato. Derecho y mandato
otorgado por más de 6 millones de venezolanos en las últimas elecciones, en la
que venció por amplio margen al ex gobernador del Estado Lara Henri Falcón, al
pastor Jorge Bertucci y a Reinaldo Quijada.
En esa elección votaron 9.389.000 personas, representando algo más del 46% del total del padrón electoral. Una cifra relativamente baja
para Venezuela, que suele ostentar
porcentajes de participación mucho más altos que la mayor parte de los países
de la región. Como parámetro comparativo, en la anterior elección presidencial (2013), la participación fue cercana al
80% y, si bien no es dado comparar
elecciones de distinto tipo, en la legislativa (2015), con un padrón ligeramente más grande, votó un 74%.
En 2018, los sectores
de oposición radical decidieron no presentarse denunciando irregularidades en
el proceso como adelantamiento de la fecha electoral, cortedad de tiempos de
campaña, conformación parcial del Consejo
Nacional Electoral, no participación de “misiones electorales independientes” (sin duda en referencia a la OEA, organismo financiado en un 60% por
EEUU), la existencia de inhabilitaciones formales y de acceso igualitario a los
medios de comunicación públicos y privados. Llamaron a la abstención y al boycott electoral.
De haber sido así, en realidad, nada hay en estas
quejas que no suceda habitualmente en las democracias capitalistas, en las que
la derecha y los partidos conservadores siempre llevan la ventaja. Cuentan con
medios exclusivos y hegemónicos, requisitos electorales que benefician a los
partidos que representan al poder establecido, autoridades electorales afines y
un aparato de propaganda electorera millonario, junto a técnicas clientelares y extorsivas que sofocan toda
voluntad democrática. Así que, ¿a qué la queja?. O mejor dicho, ¿por qué no se usa la misma vara para unos y otros?
Sin embargo, lo que la oposición venezolana nunca dijo
– entre sus denuncias de “falta de
democracia”- es que ella misma viene generando acciones golpistas desde el
mismo 2 de Febrero de 1999, en la
que Hugo Chávez
Frías asumió su primer mandato presidencial. Que esos mismos
sectores impulsaron el paro petrolero y
el golpe de 2002, que fueron los que no reconocieron el resultado electoral
en 2013. Que motorizaron la campaña “La Salida” (2014), cuyo nombre indica
a las claras su objetivo antidemocrático.
Que con el mismo fin se propusieron bloquear medidas
estratégicas de gobierno a partir de su mayoría en la Asamblea Nacional y alentaron de manera cómplice las “guarimbas” de 2017, las que fallaron
en su propósito – una vez más golpista – de incitar una insurrección popular.
Lo que la oposición nunca denunció fueron los intentos
golpistas de minúsculos grupos armados contra instalaciones del Estado o las intrigas de militares
sediciosos, ni tampoco rechazó con la firmeza necesaria el magnicidio frustrado
contra el primer mandatario legítimo de la nación. Lejos de ello, pusieron en
duda el hecho, llamaron a “intervenir
Venezuela”, convocaron repetidamente a la agresión abierta contra la propia
nación y su población.
Lo que la misma oposición calla, en conjunto con los
países gobernados por la derecha y agrupados en el Grupo de Lima, es que la elección -como lo señaló horas después del
evento la corresponsal de Pressenza Rosi
Baró- se produjo en el contexto de
“una hiperinflación inducida por el dólar paralelo, con un escandaloso
remarque diario de precios que vuelve sal y agua el salario, un bloqueo
económico que impide el arribo de alimentos y medicinas y genera
desabastecimiento y hambre en los más vulnerables; Acaparamiento y contrabando
de productos subsidiados con la intención de generar descontento y malestar
cotidiano en la población; Contrabando de gasolina y dinero en efectivo hacia
Colombia; Sabotaje descarado apoyado y aupado por el gobierno vecino. Y como si
todo eso no fuera suficiente, con un paro de transporte el día de la votación“.
Lo que el
cartel de medios privados mundiales nunca declaró, es su absoluta responsabilidad
en la demonización de gobierno de
Nicolás Maduro, con miles de notas insidiosas y concertadas en las que no
se mencionaron las conquistas sociales, las mejoras en la salud, la educación o
la vivienda. Titulares que nunca
comentaron la propuesta chavista de desconcentrar el poder, empoderando la
organización popular en miles de comunas. Información parcial, que jamás
incluyó como variable de análisis la dignidad adquirida por el pueblo llano en
tiempos de revolución, pueblo que fue vejado durante más 40 años por un pacto entre partidos de la élite, que les
permitieron gobernar alternativamente sin visos de democracia alguna.
Lo que la
oposición no dice, ni dirá, es que más allá de las contradicciones evidentes y
hasta lógicas que produce toda revolución,
su accionar ha sido monitoreado y maniobrado por agencias extranjeras, por
intereses injerencistas, que no tienen que ver con los intereses de la población venezolana, que comenzó a tomar
conciencia de su propia fuerza y sus derechos inalienables gracias al empuje
del chavismo.
La
democracia venezolana ha atravesado
en 20 años 23 procesos electorales, incluyendo
revocatorias de mandato, elecciones de Asamblea Constituyente, municipales,
regionales, legislativas y presidenciales. Con errores y aciertos ha demostrado
ser fiel a la voluntad popular. Para erigirse en fiscal o juez de sus bondades o carencias, habría que contar con
credenciales con las que el sistema democrático hoy, como puede verse, no
cuenta.
Lo que sí nos compete y con urgencia, es alertar sobre
el riesgo que corre la paz en nuestra región y la responsabilidad de cada uno
de salvaguardarla.
Los peligros que corremos.
Es innegable el avance de la derecha política, del macartismo y los discursos de intolerancia y
odio. No se puede ocultar que, entre los principales críticos del gobierno
de Venezuela se encuentran exponentes de la violencia descarnada como el
militarismo al acecho en el gobierno electo de Brasil o el paramilitarismo
latente en la real gobernanza de la
administración Duque en Colombia. Se encuentran entre éstos, gobiernos en
crisis como el de Guyana, cuyo
primer ministro ha sido recientemente removido por la pérdida de confianza de su parlamento o gobiernos
con pronóstico de inestabilidad como el de Vizcarra en Perú, inmerso en una estructural podredumbre institucional.
Gobiernos en bancarrota como el de Macri
en Argentina. Gobiernos como el de Honduras
o el de Guatemala, cuya legitimidad es cuestionada abiertamente por amplios
sectores del pueblo e incluso por
instancias internacionales. Gobiernos notoriamente ligados a tradiciones
autoritarias y represivas como los de Chile
y de Paraguay. Difícilmente cabría a cualquiera de ellos el título de “paladines de la
democracia”. Mucho menos, el derecho a sumarse a la inquisición de
otros gobernantes antes de limpiar las toneladas de paja en el ojo propio.
Pero sobre todo ello, el sello que lleva esta ofensiva
contra los gobiernos de izquierda de la región, es el interés estadounidense de
desterrar a la competencia china de
América Latina y el Caribe, de barrer con todo bloque de integración
regional e internacional que se oponga a su irracional apetencia imperial,
además de disponer a sus anchas de una enorme riqueza de recursos, que le
permita recuperar terreno en la esfera económica y geopolítica.
La Revolución
Bolivariana en Venezuela ha sido precursora de la soberanía y la cooperación
intraregional. Ha desafiado junto a otros gobiernos de izquierda y progresistas
al colonialismo de la OEA. Eso ha desatado una virulenta reacción destructiva
por parte del Occidente neocolonial de EEUU
y Europa.
El propósito de esta reacción no ha sido en absoluto
respetuoso de procedimientos democráticos, salvo cuando éstos los beneficiaban.
Por el contrario, la regla ha sido infringir la legalidad, manipulando
mediáticamente la opinión pública, persiguiendo y marginando opositores, financiando
actores afines, convalidando elecciones fraudulentas, promoviendo
activamente cambios de gobierno e invadiendo naciones independientes, como ha
quedado demostrado a lo largo de toda la historia regional y mundial.
Desde esa perspectiva se ha ido asfixiando al pueblo venezolano, creando un cerco
diplomático, mediático, económico y militar, para debilitar el apoyo popular y
de las fuerzas armadas al gobierno
bolivariano.
Pese a que todo esto ha alcanzado proporciones muy
serias, no ha logrado desestabilizar a
un amplio núcleo revolucionario, que reclama transformaciones y autocrítica, pero sigue apostando por un camino
que permita profundizar las conquistas alcanzadas y retomar la senda de un
mayor empoderamiento popular y consiguiente descentralización del poder.
Sin embargo, la actual configuración de fuerzas políticas en la región, la
desesperación opositora, la avidez estadounidense y cierto cansancio en parte
de la población por las circunstancias económicas adversas, podrían derivar en
el peor escenario: escaramuzas de bandera falsa o acción mercenaria en zonas fronterizas
que encendieran la chispa de un incendio difícil de apagar.
Prevenir la guerra en América Latina y el Caribe.
Cualquier
conflicto armado en Venezuela devendría en guerra
civil con incontables muertos, heridos, mutilados, la paralización
económica y la destrucción extendida de infraestructura.
Cualquier escenario armado en Venezuela desplazaría a millones de personas, generando una
correntada enorme de refugiados hacia otros países de la región. Cualquier
enfrentamiento de esta clase provocaría la catástrofe
humanitaria que tanto invocan los irresponsables, que a salvo se saben en
tierras extranjeras, si lo peor se desatara.
Una confrontación bélica en América Latina fortalecería en todos los países el nacionalismo y
la intolerancia, produciría un aumento automático en los presupuestos y en el
protagonismo militar, reduciendo aún más las posibilidades de desarrollo y de
democracia. Los beneficiarios sería
los mercaderes de la muerte, los
fabricantes de armas y de ningún modo los pueblos.
La guerra
oscurecería los conflictos sociales, dirigiendo la mirada a una confrontación ficticia
entre hermanos, beneficiando así al poder establecido.
La explosión de un evento
armado desataría una peligrosa polarización, con la sumatoria en bandos de fuerzas aliadas, lo cual desembocaría
en un conflicto internacional cuya extensión es difícil de calcular. Cada
estallido, en la situación actual de intemperancia y competencia en el tablero mundial, puede escalar y
producir un dominó de dimensiones globales.
La derivación
de un acontecimiento tan fatídico sería el inmediato recorte de toda libertad personal y el ejercicio brutal de
la violencia. Eso es lo que se está fomentando al promover la
agresión, más allá de toda retórica argumental y toda declaración hipócrita.
Cualquiera fuese el supuesto vencedor de tan mortífera
contienda, el resultado sería un aumento
del resentimiento, la desunión y la imposibilidad de construir bienestar
social. Las guerras
no traen ganadores ni democracia,
sólo pobreza,
hambre, dependencia y deseos de venganza.
¿Hace falta
abundar más? Sí, pero en el diálogo,
en el esclarecimiento, en la concertación, en la resolución pacífica de
conflictos, en la convergencia de la diversidad, en propuestas que conlleven creación y no destrucción. Es
necesario abundar en la superación de la injusticia, la desigualdad, la
discriminación y toda forma de violencia.
Hace falta abundar desde todos los pueblos de América, latina, caribeña y también desde los
pueblos del Norte, en la irrestricta defensa de la Paz. A eso estamos llamados.
De eso somos responsables.
JAVIER TOLCACHIER es investigador
del Centro de Estudios Humanistas de Córdoba y comunicador en agencia
internacional de noticias Pressenza.
*****
No hay comentarios:
Publicar un comentario