"Estaba claro que la
propiedad privada sería abolida, al menos en lo que
respecta a los grandes medios industriales de producción que eran, además,
pocos en Rusia. Pero, ¿cómo se organizaría nuevas relaciones de
producción y de propiedad? ¿Qué se haría exactamente con las pequeñas
unidades de producción y el comercio, transporte o agricultura? ¿A
través de qué mecanismos se tomarían decisiones sobre la distribución de la
riqueza a través del gigantesco aparato estatal de planificación? Por culpa
de la falta de respuestas muy claras, rápidamente terminaremos en la
hiperpersonalización del poder.
"Podría
esperarse que el autor, para dar cuenta de cómo estas preguntas fueron
respondidas o no, pase revista de los debates que economistas y juristas
encararon sobre la propiedad y el derecho durante la sociedad de transición
durante los primeros años de la Rusia soviética. O que dé cuenta de los
planteos tan diversos sobre estos problemas que van desde Nikolai Bujarin (impulsor
del “socialismo a paso de tortuga” durante la NEP) hasta Evgueni
Preobrazhenski (que militó en la Oposición de Izquierda y escribió La
Nueva Economía, libro en el que planteaba una “ley de la acumulación
originaria socialista” y discutía justamente la relación entre la propiedad
agraria pequeña, la propiedad industrial nacionalizada y los impuestos).
Considerando estas ausencias, probablemente resulte mucho esperar que tuviera
en cuenta la complejidad de los procesos de bonapartización y
burocratización que dieron lugar al surgimiento de una casta en los marcos
de la propiedad nacionalizada, la burocracia estalinista que dirigía todos los
aspectos de la sociedad soviética, y que abrieron finalmente el paso a la restauración
burguesa.
Mucho menos de las batallas dadas por la Oposición liderada
por León Trotsky, que es quien terminará planteando como perspectiva la
necesidad de una revolución política para defender las bases de la propiedad
nacionalizada derrocando a la burocracia, que basaba sus privilegios es
usufructuar esa propiedad al mismo tiempo que contribuía a su decadencia
sentando las bases para el restablecimiento de las relaciones de producción
capitalistas. A pesar de que en la problemática en la que centra su estudio, la
de la desigualdad, su investigación muestra cómo la Rusia soviética la
redujo de la manera más pronunciada que en cualquier otro lugar del planeta
–aunque la burocratización restableció privilegios y diferenciaciones–, Piketty
descarta con estos argumentos rudimentarios que la liquidación de la
propiedad privada de los medios de producción y del Estado que sustenta estas
relaciones de propiedad sean una vía hacia la “propiedad justa” que
pregona.
“La
historia de cualquier sociedad hasta nuestros días no es más que la historia de
la lucha de las ideologías y la búsqueda de justicia”,
dice Piketty corrigiendo al Manifiesto comunista.
/////
ALGO
HUELE A PODRIDO EN EL CAPITALISMO.
COMENTARIOS
SOBRE LO NUEVO DE THOMAS PIKETTY.
*****
Esteban
Mercatante.
La
Izquierda diario sábado 2 de noviembre del 2019.
Con
Capital e Ideología, Thomas Piketty, dobla la apuesta de su obra Magna El
Capital del siglo XXI, elaborando sobre las dinámicas políticas e ideológicas, que
produjeron en todo el planeta sociedades crecientemente desiguales.
En 2013, Thomas Piketty se
convirtió en best seller con El capital en el siglo
XXI, un libro de más de mil páginas que desmenuzaba la
evolución de los patrimonios y de la desigualdad en las últimas dos décadas a
nivel mundial. Pocas veces visto que un libro de economía se convirtiera en
tamaño fenómeno editorial. El logro resultó doblemente llamativo porque se
trataba además de un volumen bastante denso, a pesar de que el autor lo
amenizara con abundantes citas de novelas de Jane Austen y Honoré de Balzac.
Esto no solo por la cantidad de páginas, sino por la relativa aridez de la
cuestión tratada.
La
tesis central del libro estaba construida a partir de la relación entre dos
variables (el crecimiento de la economía versus la retribución al
capital) y presentaba numerosas series sobre la participación relativa en la
riqueza de las naciones de los distintos sectores de la población, incluyendo
también el tratamiento de la distribución del ingreso, los efectos del
desarrollo tecnológico esta última, propuestas de modificación progresiva de
los impuestos, y un largo etcétera. Pero, de manera impensada, se transformó en
un catalizador para poner sobre el tapete la cuestión más incómoda en la
economía que seguía atravesando los efectos de la crisis que produjo el
desplome de la burbuja inmobiliaria en EE. UU. y la quiebra de Lehman Brothers:
el pronunciado aumento de la desigualdad en las últimas
décadas . Piketty le puso nombre y apellido a un malestar
que se venía incubando, desde antes de la crisis, ya que se trata de una
tendencia que se viene ahondando desde los años ‘80. No es un tema del que
nadie hubiera hablado.
Por el contrario, numerosos marxistas y también
economistas heterodoxos habían tratado el tema en profundidad. Pero esta
vez era un economista salido del propio mainstream el
que proveía “una explicación del agravamiento de la desigualdad desde
el mainstream neoclásico”, como señalaba a propósito del
libro el poskeynesiano Thomas Palley. El enfant terrible de
la academia francesa volvía contra sí misma las herramientas conceptuales de la
economía ortodoxa, para mostrar que contrariando el mundo idílico de la vulgata
económica en el cual los individuos maximizadores producen equilibrios
generales de óptimo bienestar, la acumulación de riqueza se profundizaba y con
ella la desigualdad volvía a ser en el siglo XXI igual que en los años de la Europa
de la Belle Époque , guiada por la persecución de
los rendimientos patrimoniales y favorecida por la concentración del ingreso en
los estratos más altos.
Además de poner el dedo en
esta dolorosa llaga para los defensores del capitalismo, lo
había con una profusa base de datos de muchos países, desarrollada por el
proyecto World Inequality Database que él coordina. De derecha a izquierda, nadie podía dejar de hablar
sobre Piketty para alabarlo, destrozarlo o desmenuzar sus
puntos fuertes y sus debilidades empíricas o conceptuales.
Seis
años después, Piketty vuelve a la carga con un libro que podríamos decir
que es todavía más ambicioso que el anterior, y que también da un paso más en
la visión crítica del autor sobre el “hipercapitalismo” actual y cómo
remediar las desigualdades que produce. En esta oportunidad, el autor plantea
mucho más que aumentar pronunciadamente los impuestos a los ricos y sobre todo
a la herencia, así como a las ganancias extraordinarias, que era uno de los
planteos que más revuelo armaba de El capital en el siglo XXI. Ahora
Piketty defiende la necesidad de un “socialismo participativo” y
asegura que su trabajo permite establecer las formas de propiedad “justa”.
Este nuevo replanteo por parte de un economista formado en la ortodoxia
neoclásica es un síntoma de los malestares que aquejan al capitalismo mundial,
y es quizás uno de los aspectos de mayor interés que deja esta nueva entrega
del economista francés.
Historia
universal de la desigualdad
Partiendo
de lo ya elaborado, en Capital e ideología se
propone estudiar cómo evolucionó la concentración patrimonial a través de la
sucesión de configuraciones sociales que caracterizaron las últimas centurias,
desde el final de la edad media, así como de las fundamentaciones ideológicas
que en cada una de ellas justificaban las desigualdades.
“Cada
era produce un conjunto de discursos e ideologías contradictorias diseñadas para
legitimar la desigualdad tal como existe o como debería existir, y a
describir las reglas económicas, sociales y políticas que la estructuran”, nos
dice en la introducción.
¿Más
es menos? Esa es una pregunta que este nuevo libro puede suscitar. Si algo
distingue la nueva publicación de la obra magna de Piketty es que no
está construido a través de un argumento de una sencillez engañosa como ocurría
con El capital en el siglo XXI. Recordemos: el nudo central
que lo articulaba era explicar por qué, exceptuando el período que va de 1930 a
1980, la desigualdad iba en aumento en toda la historia del capitalismo. La
tesis central, muy debatida y criticada desde distintos ángulos, era que el
factor explicativo principal de la desigualdad estaba en el hecho de que el
rendimiento del capital (intereses, utilidades, etc.) era mayor al crecimiento
de la economía. Siguiendo el razonamiento, esto significaba que la producción
de nueva riqueza es menor a la valorización de la riqueza preexistente, y por
tanto quienes son dueños de la misma (muy desigualmente repartidos en la
sociedad) mejoraban su posición a lo largo del tiempo.
En
esta oportunidad, Piketty no tiene una piedra de toque equivalente para
recorrer las transformaciones sociales que se propone tratar. En las primeras
tres partes del libro aborda la historia de las sociedades en los últimos
siglos, desde una mirada no occidental, es decir, incluyendo a importantes
sociedades como las de China e India, que a veces quedan relegadas. Para
cada sociedad analizada ofrece un pantallazo de la evolución de la
concentración patrimonial, ligada a alguna definición de los principales
actores sociales y las formas de propiedad (desde los nobles y el clero en las “sociedades
ternarias” hasta los grandes magnates en el “hipercapitalismo”
actual, pasando por los miembros de la burocracia en los Estados obreros
burocráticamente deformados, que forzadamente Piketty define como “comunistas”).
Ligado a esto, analiza el sustento ideológico en el que se basaban, apelando
para esto a diversas fuentes.
En
el análisis del hipercapitalismo contemporáneo, Piketty agrega apartados
destacados en los que se mete con el impacto ambiental y los efectos desiguales
que tiene entre países y dentro de cada país según el estrato social.
La
cuarta parte de Capital e ideología propone “repensar
las dimensiones” del conflicto político. ¿Cuál es la novedad que pretende
introducir Piketty en este análisis? Básicamente entrelaza el estudio
patrimonial que viene siendo la base de sus trabajos, con los datos de
posicionamiento político y preferencia electoral de estos distintos estratos
sociales que permiten numerosas fuentes como las encuestas y otros métodos
apoyados en el “big data”. Con estas herramientas se propone bucear
algunas mutaciones políticas que vienen ocurriendo en tiempos recientes, a la
luz de tendencias que vienen operando desde hace más tiempo.
La
distancia entre ambiciones y resultados ha sido señalada aun en las reseñas más
benevolentes. Branko Milanovic, especialista en temas de desigualdad que
escribió una de las reseñas más elogiosas hasta ahora del nuevo volumen de Piketty,
se declara “un tanto escéptico” nada menos que sobre las primeras tres
partes del mismo (¡900 páginas de 1.300!). Milanovic señala que
… a
pesar de su enorme erudición y sus habilidades como narrador, porque el éxito
en la discusión de algo tan inmenso geográfica y temporalmente es difícil de
alcanzar, incluso por las mentes mejor informadas que han estudiado diferentes
sociedades durante la mayor parte de su carrera.
Otras
lecturas son mucho menos benevolentes [ 1 ]. Michel Husson destaca que un libro supuestamente dedicado a
analizar entre otras cosas la ideología que fundamenta la desigualdad, falla en
hacerlo, por omisión, nada menos que en Inglaterra, la cuna del capitalismo.
La
“izquierda brahmán”
Uno
de los aspectos que más repercusión ha tenido hasta el momento del nuevo libro
de Piketty es el planteo que realiza sobre la conversión de la izquierda
(tomada en un sentido amplio, que llega a incluir a las socialdemocracias
europeas y los demócratas norteamericanos) en una fuerza política elitizada,
que ha ganado mayor base en sectores de mayor nivel educativo e ingresos
elevados (aunque siempre el voto a la izquierda es decreciente a mayor
patrimonio). Esto es lo que llama izquierda brahmán, en
referencia a la casta sacerdotal hindú. Las categorías populares
“se
fueron sintiendo gradualmente abandonadas por los partidos de la izquierda, que
a su vez se fueron orientando cada vez más hacia otras categorías sociales
(particularmente las más diplomadas)”.
Las
conclusiones a las que llega Piketty hace tiempo son reconocidas por
numerosos autores. Los partidos socialdemócratas europeos hace rato que se han
convertido en social-liberales, ampliando su base de representación en sectores
medios y de la burguesía, en detrimento de la base más amplia de representación
en sectores trabajadores y de ingresos bajos que tenían históricamente. El
Partido Demócrata en EE. UU., cuya trayectoria sinuosa describe Piketty
(partido esclavista en el siglo XIX, articulador del New Deal con Roosevelt)
hace rato se convirtió en el mejor canal de expresión de los intereses de Wall
Street, aunque sin por ello perder la habilidad para continuar siendo un “cementerio” de los movimientos
sociales . La mirada que ofrece sobre el social-liberalismo
Piketty contrasta con la trayectoria que vienen mostrando sectores de la izquierda
neorreformista, como el DSA norteamericano, que impulsa una especie
de “entrismo” al Partido Demócrata.
Piketty
señala que la izquierda brahmán y la “derecha de mercado” pueden tener
diferendos en materia de impuestos o volumen y destinos del gasto público, en
particular del gasto social, pero que comparten una
“postura
conservadora respecto del régimen inegualitario” configurado por el “hipercapitalismo”
actual. Ambos “comparten un fuerte apego al sistema económico actual y la globalización
tal como está organizada actualmente, y que básicamente beneficia a las élites
intelectuales, así como las económicas y financieras”.
No
nos está hablando de otra cosa que de lo que Tariq Ali caracterizó hace
ya varios años como el “extremo centro” ,
los partidos de centroderecha y socialiberales que aseguraron durante
las últimas décadas el avance de las políticas neoliberales, y que en los
últimos tiempos vienen sufriendo embates por derecha, por el ascenso de la
derecha soberanista, y también “por izquierda”, aunque las fuerzas
neorreformistas que plantearon desafíos por este flanco tuvieron en algunos
casos un rápida conversión al social-liberalismo, como fue el caso de Syriza , o una
adaptación al régimen de partidos que decían combatir, como Podemos.
A
modo de explicación de la crisis de este gran centro, Piketty nos
presenta, partiendo del escenario político francés y luego generalizando a
partir de allí, una división del arco político en “cuatro cuadrantes”, que en
las elecciones de 2017 habrían alcanzado un nivel de voto parecido: el voto
“igualitario-internancionalista” expresado a su modo de ver en Melenchón
(que sin embargo coquetea cada vez más con el soberanismo “de izquierda)
y el socialista Benoît Hamon (que es más “globalista” que
internacionalista; el voto inegualitario-internacionalista,
canalizado por Macron; el voto inegualitario-nativista a François
Fillon; y finalmente el voto igualitario-nativista captado por Marine
Le Pen y Nicolas Dupont-Aigman. Este último sería igualitario, a su
entender, en el sentido de que las fuerzas soberanistas vienen movilizando en
los últimos tiempos a sectores populares y de la clase trabajadora apuntando
contra las desigualdades que produce la globalización neoliberal, alimentando
contra esto una perspectiva nacionalista.
Piketty
ofrece una caracterización descarnada sobre la izquierda social-liberal actual,
pero las coordenadas de la perspectiva que él plantea no le permiten delinear
ninguna alternativa. Veámoslo.
¿Regular
al hipercapitalismo para alcanzar el “socialismo participativo”?
En
estas páginas finales de Capital e ideología vemos
el motivo de fondo para el recorrido realizado en las primeras partes del
libro:
“sacar
lecciones de la historia y comparar cuidadosamente las diferentes experiencias
históricas para comprender mejor los contornos del régimen de propiedad ideal,
así como del sistema fiscal o educativo ideales”.
Una de las guías de la idea
de la perspectiva de socialismo que quiere discutir tiene que ver con alcanzar
la “propiedad justa”. Y esto tiene que ver con el reemplazo de
“la
noción de propiedad privada permanente por la de
propiedad temporaria, a través de impuestos altamente progresivos sobre las
propiedades para financiar una dotación de capital universal, y organizar así
una circulación permanente de bienes y fortuna”.
Se introduce también en el
tema de la democracia (que debe ser participativa) y las fronteras, para
plantear
“cómo
es posible repensar la organización actual de la economía mundial
a favor de un sistema democrático transnacional basado en la justicia
social, cambio fiscal y climático”.
En
última instancia, lo que nos ofrece apunta, a grandes rasgos, a una
recuperación de las políticas socialdemócratas europeas de la posguerra,
superando lo que identifica como sus debilidades:
“la
incapacidad de la coalición socialdemócrata para ir más allá del marco
del Estado-nación y renovar su programa en un contexto marcado por la
internacionalización del comercio y por la educación universitaria”. Por
momentos parece que Piketty olvida lo que él mismo ya había señalado, como observa Paula Bach :
Solo grandes shocks como
las dos guerras mundiales del siglo XX, la revolución rusa de 1917 y la
crisis de los años ‘30 establecieron –como excepción histórica– un
límite a la desigualdad que retomó su curso ascendente durante las últimas
décadas, tendiendo a recuperar en el presente siglo los niveles paradigmáticos
de la Belle Époque.
El
abandono por parte de los partidos socialdemócratas europeos de los “compromisos”
entre las clases que, después de estos shocks y
hasta finales de los años ‘70 pusieron límites a la desigualdad,
no se debió a las “incapacidades” que señala Piketty, sino simplemente a
que son un pilar del orden social capitalista, que para revitalizarse exigía en
ese entonces, agotado el boom económico de posguerra, una
profunda ofensiva contra la clase trabajadora para restablecer la ganancia y
aumentar la apropiación del excedente por los más ricos. Piketty reconoce
el compromiso de los social-liberales con este régimen y sus crecientes
desigualdades, al punto de definirlos como una “izquierda brahmán”,
pero la apuesta pasa sin embargo por fortalecer el cuadrante “igualitario-internancionalista”
del espectro político.
El
motivo para descartar que la ruta para
“ir
más allá del capitalismo y de la propiedad privada”
pueda pasar por otro lado, el autor ya lo dio antes en este libro, cuando en la
tercera parte de Capital e ideología analizó el “desastre
comunista”. Tal vez este es uno de los capítulos del libro que más
sorprende al dejar en evidencia una mirada superficial. Los bolcheviques “no
tenían una teoría de la propiedad”, y esta sería, entre “múltiples
razones”, la primera para explicar el fracaso soviético.
Estaba claro que la
propiedad privada sería abolida, al menos en lo que
respecta a los grandes medios industriales de producción que eran, además,
pocos en Rusia. Pero, ¿cómo se organizaría nuevas relaciones de
producción y de propiedad? ¿Qué se haría exactamente con las pequeñas
unidades de producción y el comercio, transporte o agricultura? ¿A
través de qué mecanismos se tomarían decisiones sobre la distribución de la
riqueza a través del gigantesco aparato estatal de planificación? Por culpa
de la falta de respuestas muy claras, rápidamente terminaremos en la
hiperpersonalización del poder.
Podría
esperarse que el autor, para dar cuenta de cómo estas preguntas fueron
respondidas o no, pase revista de los debates que economistas y juristas
encararon sobre la propiedad y el derecho durante la sociedad de transición
durante los primeros años de la Rusia soviética. O que dé cuenta de los
planteos tan diversos sobre estos problemas que van desde Nikolai Bujarin (impulsor
del “socialismo a paso de tortuga” durante la NEP) hasta Evgueni
Preobrazhenski (que militó en la Oposición de Izquierda y escribió La
Nueva Economía, libro en el que planteaba una “ley de la acumulación
originaria socialista” y discutía justamente la relación entre la propiedad
agraria pequeña, la propiedad industrial nacionalizada y los impuestos).
Considerando estas ausencias, probablemente resulte mucho esperar que tuviera
en cuenta la complejidad de los procesos de bonapartización y
burocratización que dieron lugar al surgimiento de una casta en los marcos
de la propiedad nacionalizada, la burocracia estalinista que dirigía todos los
aspectos de la sociedad soviética, y que abrieron finalmente el paso a la restauración
burguesa. Mucho menos de las batallas dadas por la Oposición liderada
por León Trotsky, que es quien terminará planteando como perspectiva la
necesidad de una revolución política para defender las bases de la propiedad
nacionalizada derrocando a la burocracia, que basaba sus privilegios es
usufructuar esa propiedad al mismo tiempo que contribuía a su decadencia
sentando las bases para el restablecimiento de las relaciones de producción
capitalistas. A pesar de que en la problemática en la que centra su estudio, la
de la desigualdad, su investigación muestra cómo la Rusia soviética la
redujo de la manera más pronunciada que en cualquier otro lugar del planeta
–aunque la burocratización restableció privilegios y diferenciaciones–, Piketty
descarta con estos argumentos rudimentarios que la liquidación de la
propiedad privada de los medios de producción y del Estado que sustenta estas
relaciones de propiedad sean una vía hacia la “propiedad justa” que
pregona.
“La
historia de cualquier sociedad hasta nuestros días no es más que la historia de
la lucha de las ideologías y la búsqueda de justicia”,
dice Piketty corrigiendo al Manifiesto comunista.
Su libro busca aportar en
esta lucha, sin ofrecer una hoja de ruta o un programa, sino más bien una
interpelación sobre la necesidad de establecer nuevos equilibrios, favorables a
una menor desigualdad, dentro del marco de una democracia “reformada”,
con mayor vocación federalista internacional y algunas restricciones a la
propiedad. Todo indica que a esto podríamos tender gradualmente, sin subvertir
las instituciones contemporáneas, es decir, las mismas que vienen generando
un agravamiento agudo de la desigualdad y la concentración de la riqueza
como muestra toda su investigación. Más que una propuesta, el libro concluye en
una apelación moral.
El
hecho de que Piketty hable abiertamente de un horizonte de “socialismo participativo”, que es más que “solamente” aumentar los impuestos
a los ricos y las grandes empresas, da cuenta de que algo huele muy a podrido
en el capitalismo mundial. Por eso, sectores juveniles vuelven a
discutir el socialismo como no lo hacían hace décadas, y son cosa del pasado
los tiempos del triunfalismo de los ideólogos de la burguesía de que el orden
capitalista quedaba establecido como orden insuperable después de la caída del Muro
de Berlín. Tal como viene ocurriendo con otros otrora liberales
complacientes como Paul Krugman, empiezan a desempolvar nociones
archivadas en el arcón de los recuerdos como hablar de la propiedad estatal de
algunos servicios.
Pero,
al mismo tiempo que ahora Piketty señala la “superación del
capitalismo” como horizonte, sus propuestas apuntan a regular desde el
Estado algunos límites a la propiedad, por más “radicales” que estas se
presenten. Se queda, entonces, preso de la misma maquinaria productora de
desigualdad que denuncia, aspirando a alguna regeneración progresiva del ala “igualitaria”
de los partidos que son parte de este mismo orden social.
Para
salir de la encerrona es necesario retomar la perspectiva que Piketty descarta
de un plumazo: arrebatar el poder del Estado a la clase capitalista, es decir,
la revolución socialista para terminar con la propiedad privada de los medios
de producción. Con los desarrollos actuales de la técnica, las posibilidades de
la socialización de los medios de producción para mejorar las condiciones de
vida de todos y al mismo tiempo reducir la carga del trabajo, son muy
superiores que en los tiempos de la Revolución rusa. Esto podremos
lograrlo si construimos partidos revolucionarios que peleen claramente por una
perspectiva anticapitalista y socialista, y busquen desarrollar corrientes en
los movimientos y organizaciones de masas y que apuesten al desarrollo de la
autoorganización para confluir con los fenómenos de la lucha de clases, como los
Chalecos Amarillos en Francia. Es decir, lo contrario a las fuerzas
social-liberales que en el mejor de los casos apuestan a ser un ala un poco más
“igualitaria” o “internacionalista” dentro del régimen, y en el peor se
convierten en brazos ejecutores de los peores planes de ajuste neoliberal como Syriza.
Como muestran las alternativas que reconoce el propio libro de Piketty,
que considera que si no hay avances progresivos tenemos enfrente un panorama
cada vez más ominoso en el que se entrecruzan el salto abismal de la
desigualdad, los desastres ambientales y el nacionalismo y xenofobia en aumento, la alternativa es como nunca entre la revolución socialista
o una caída aún más honda en la barbarie.
Nota:
[ 1 ] Ver
por ejemplo las opiniones críticas de algunas
investigadoras recogidas por Michel Husson
Esteban Mercatante. Nacido en Buenos Aires en
1980. Es economista. Miembro del Partido de los Trabajadores
Socialistas desde 2001. Coedita la sección de Economía de La
Izquierda Diario, es autor del libro La economía argentina en
su laberinto. Lo que dejan doce años de kirchnerismo (Ediciones
IPS, 2015), y compilador junto a Juan R. González de Para entender la
explotación capitalista (segunda edición Ediciones IPS, 2018). @EMercatante.
*****
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