EL ENIGMA CHILENO. "LA
OBLIGACIÓN EN ESTA CRISIS DEL GOBIERNO CHILENO NO ES, PUES, DAR MARCHA ATRÁS,
COMO PIDEN ALGUNOS ENLOQUECIDOS QUE QUISIERAN QUE CHILE RETROCEDIERA HASTA
VOLVERSE UNA SEGUNDA VENEZUELA”.
Dentro de la
catastrófica quincena que ha sido ésta para América Latina –derrota de Macri y
retorno del peronismo con la señora Kirchner en la
Argentina, fraude escandaloso en las elecciones bolivianas
que permitirán al demagogo Evo Morales eternizarse en el poder,
agitaciones revolucionarias de los indígenas en Ecuador– hay un hecho
misterioso y sorprendente que me niego a emparentar con los mencionados: la
violenta explosión social en Chile contra el
alza de los boletos de metro, los saqueos y devastaciones, los veinte muertos,
los millares de presos y, por último, la manifestación de un millón de
personas en las calles protestando contra el gobierno de Sebastián Piñera.
¿Por qué
misterioso y sorprendente? Por una razón muy objetiva: Chile es el único país
latinoamericano que ha dado una batalla efectiva contra el subdesarrollo y
crecido en estos años de manera asombrosa. Aunque sé que los informes
internacionales no conmueven a nadie, recordemos que la renta per cápita
chilena es de 15 mil dólares anuales (y en poder adquisitivo es de 23 mil
dólares, según organismos como el Banco Mundial). Chile
ha acabado con la pobreza extrema y en ninguna otra nación
latinoamericana han pasado a formar parte de las clases medias tantos sectores
populares. Goza de pleno empleo y las inversiones extranjeras y el
desarrollo notable de su empresariado y sus técnicos han hecho que sus niveles
de vida suban velozmente, dejando muy atrás al resto de países del continente. El
año pasado yo viajé por el interior chileno y me quedé maravillado de ver el
progreso que se manifestaba por doquier: los pueblos olvidados de hace treinta
años son hoy ciudades pujantes, modernas y con muy altos niveles de vida
teniendo en cuenta los estándares del tercer mundo.
Por
eso Chile ya casi ha dejado de ser un país subdesarrollado; está mucho más
cerca del primer mundo que del tercero. Esto no se
debe a la dictadura feroz del general Pinochet; se debe al resultado del
referéndum de hace 31 años con el que el pueblo chileno puso punto final a la
dictadura (y en el que, por lo demás, Piñera hizo campaña contra Pinochet)
y al consenso entre la izquierda y la derecha para mantener una política
económica que ha traído gigantescos progresos al país. En 29 años de democracia
la derecha apenas ha gobernado cinco años y la izquierda –es decir, la
Concertación– 24. No es irreverente afirmar, pues, que la izquierda ha
contribuido más que nadie a que aquella política, de defensa de la
propiedad y la empresa privada, el aliento de las inversiones extranjeras, la
integración del país en los mercados mundiales, y, por supuesto, las
elecciones libres y la libertad de expresión, haya traído el extraordinario
desarrollo del país. Un progreso de verdad, no sólo económico, sino al mismo
tiempo político y social.
¿Cómo
explicar entonces lo ocurrido? Para entenderlo, es imprescindible disociar lo
que ha pasado en Chile del levantamiento campesino ecuatoriano y los
desórdenes bolivianos por el fraude electoral. ¿A qué comparar la
explosión chilena, entonces? Al movimiento de los chalecos amarillos
francés, más bien, y al gran malestar que hay en Europa denunciando que
la globalización haya aumentado las diferencias entre pobres y ricos de manera
vertiginosa y pidiendo una acción del Estado que la frene. Es
una movilización de clases medias, como la que agita a buena parte de Europa y
tiene poco o nada que ver con los estallidos latinoamericanos de quienes se
sienten excluidos del sistema. En Chile nadie está excluido del sistema,
aunque, desde luego, la disparidad entre los que tienen y los que apenas
comienzan a tener algo, sea grande. Pero esta distancia se ha reducido mucho en
los últimos años.
¿Qué
ha fallado, pues? Yo creo que un aspecto fundamental del desarrollo
democrático que postulamos los liberales: la igualdad de oportunidades, la
movilidad social. Esto último existe en Chile, pero no de manera
tan efectiva como para frenar la impaciencia, perfectamente comprensible,
de quienes han pasado a formar parte de las clases medias y aspiran a progresar
más y más gracias a sus esfuerzos. No existe todavía una educación
pública de primer nivel, ni una sanidad que compita exitosamente con la
privada, ni unas jubilaciones que crezcan al ritmo de los niveles de
vida. Este no es un problema chileno, sino algo que Chile comparte con los
países más avanzados del mundo libre. Una sociedad admite las diferencias
económicas, los distintos niveles de vida, sólo cuando todos tienen la
sensación de que el sistema, por lo abierto que es precisamente, permite en
cada generación que haya progresos individuales y familiares notables, es
decir, que el éxito –o el fracaso– estén en el destino de todos. Y que
ello se deba al esfuerzo y la contribución hecha al conjunto de la sociedad, no
al privilegio de una pequeña minoría. Esta es, probablemente, la asignatura
pendiente del progreso chileno, como sostiene, en un inteligente ensayo, el
colombiano Carlos Granés, cuyas opiniones en gran parte comparto.
La
obligación en esta crisis del gobierno chileno no es, pues, dar marcha atrás, como piden
algunos enloquecidos que quisieran que Chile retrocediera hasta volverse una
segunda Venezuela, en sus políticas económicas, sino en completar
éstas y enriquecerlas con reformas en la educación
pública, la salud y las pensiones hasta dar al grueso de la población
chilena –que en toda su historia no ha estado nunca mejor que ahora– la
sensación de que el desarrollo incluye también aquella igualdad de
oportunidades, indispensable en un país que ha elegido la legalidad y la
libertad y rechazado el autoritarismo. La justicia tiene que estar en el
corazón de la democracia y todos deben sentir que la sociedad libre premia el
esfuerzo, y no las conexiones y los enchufes.
El
segundo hombre de la “revolución venezolana”, el teniente Diosdado Cabello, ha
tenido la desfachatez de decir que todas las movilizaciones y alborotos
latinoamericanos se deben a que un “terremoto chavista” está soplando sobre
el continente. No parece haberse enterado de que cuatro millones y medio de
venezolanos han huido de su país para no morirse de hambre, porque en la Venezuela socialista
de estos días sólo comen como es debido quienes están en el poder y sus
compinches, es decir, aquellos que roban, trafican y disfrutan de los típicos privilegios
que las dictaduras de extrema izquierda (y las de derecha, a menudo)
conceden a sus súbditos sumisos. No es imposible que agitadores venezolanos,
enviados por Maduro, hayan enturbiado y agravado las reivindicaciones de
los indígenas ecuatorianos y hasta echado una mano a Cristina Kirchner en su retorno al poder, medio oculta bajo el paraguas
del presidente Fernández, pero en Chile, desde luego que no. Que en
la cúpula venezolana celebren con champán francés los dolores de cabeza del
gobierno de Piñera, está descontado. Pero que sea el motor de la revuelta,
es inconcebible, por más que fueran los niñitos bien quienes quemaron
veintinueve estaciones del metro de Santiago y pusieran pintas a favor del
socialismo del siglo XXI. (Lo paradójico es
que estos niñatos ni siquiera se pagan el pasaje de metro: su carnet escolar
los excluye de ese trámite).
/////
Los protegidos ayer y hoy derrotados del neliberalismo. Dr. Vargas Llosa dedíquese íntegramente a la Novela ahí es usted un respetable Escritor, en cambio como analista político neoliberal, no acierta una sola por su sectarismo y odio a la Democracia Progresista de Izquierda. En cambio el señor Piñera, tiene su propio campo de trabajo, el del capitalista más rico de Chile y acusado como el primer evasor de impuestos" Deje la política, es usted un completo fracaso".
***
EL MISTERIOSO CHILE DE VARGAS LLOSA.
*****
Atilio A. Boron.
Rebelión
martes 19 de noviembre del 2019.
El trágico
golpe de estado en Bolivia me apartó momentáneamente del cuidadoso seguimiento
que venía haciendo de la heroica lucha del pueblo chileno por darse una
constitución democrática y decididamente pospinochetista y por construir
una sociedad justa e igualitaria. Proseguí pese a ello consultando las fuentes
y conversando y chateando con muchas compañeras y compañeros de Chile,
pero la masacre en curso en Bolivia y la escandalosa defección de una parte
significativa de la intelectualidad “progre” de ese país y de
Latinoamérica -que con su silencio o con su explícita declaración respaldó el
golpe de Estado de los lacayos del imperio- absorbieron gran parte de mi tiempo
y de mis energías. Hoy, próximo a cumplirse un mes del inicio de las grandes
movilizaciones populares que abrieron para siempre “las
grandes alamedas” con las que soñara Salvador Allende retomo
ese escrito a medio terminar y que tiene por objeto examinar la perplejidad de
la derecha, en la pluma de su vocero mayor, Mario Vargas Llosa, ante el
furioso despertar del pueblo chileno [1]. Y, de
paso, hacer públicas las dudas que me genera el “acuerdo” logrado, a
puertas cerradas entre el Gobierno y la partidocracia, para poner fin a las
protestas populares, restablecer la “paz social” (es decir, desmovilizar
a la población) y avanzar hacia la creación de una nueva constitución.
En relación
al estallido social chileno hay que comenzar señalando su carácter realmente
excepcional (por lo inesperado y arrollador) y ante el cual un maestro
consumado en el manejo del lenguaje como el novelista peruano se quedó sin
palabras, estupefacto, atónito. A la hora de caracterizar lo ocurrido
sólo atina a confesar que está en presencia de un hecho misterioso, enigmático,
sorprendente. Es comprensible: la súbita toma de conciencia y la extraordinaria
movilización de chilenas y chilenos fue un cañonazo político mortal que
destruyó los vistosos artificios propagandísticos del “modelo chileno” y del
cual Vargas Llosa fue su principal y más eficaz apologista durante décadas.
Pero ahora no encuentra palabras para explicar lo que para él es un “enigma
sorprendente”. No debería llamarnos la atención tamaña perplejidad cuando
se observa el rudimentario instrumental teórico y metodológico del que dispone
y que sólo le permite acceder a una comprensión muy superficial de los procesos
históricos. A diferencia de los notables recursos con que cuenta para sus
ficciones, a la hora de internarse en el análisis de la realidad sus
herramientas conceptuales son un revoltijo de los clichés más convencionales
del pensamiento burgués, forjados y difundidos masivamente desde la segunda
posguerra hasta nuestros días. Un pensamiento conservador y colonial,
fervorosamente capitalista, rabiosamente anticomunista y crítico de
cualquier proceso social que se aparte de la defensa irrestricta del orden
social burgués o que insinúe una crítica a la sociedad norteamericana, sus
instituciones, valores y políticas. Víctima de esta obtusa cosmovisión el
capitalismo es concebido como el remate virtuoso de la naturaleza
esencialmente egoísta y adquisitiva del ser humano, y por lo tanto someterlo a
discusión es tan fútil como insensato sería tratar de persuadir a un pez de que
demasiada agua podría ser lesiva para su salud. El imperialismo es una
palabra prohibida y su existencia negada apriorísticamente: lo que hay es un
mundo globalizado en el cual, al decir de Henry Kissinger, “Honduras depende
de las computadoras de Estados Unidos tanto como éste de las bananas
hondureñas”. Huelgan los comentarios sobre este célebre aforismo del
criminal de guerra. Y de la lucha de clases y su papel como fuerza motriz de la
historia no se puede ni hablar, como tampoco se admitiría considerar la
naturaleza clasista del Estado. ¿Cómo comprender la realidad sin contar con
estas categorías teóricas? Víctima de estas insanables limitaciones la
lectura que el novelista peruano hace de la insurrección popular chilena
-que ya se prolonga por cuatro semanas- tenía que resultar lo que fue: una
torpe simplificación en donde un pueblo, y no sólo las capas medias como él
dicen, se rebela y enfrenta un feroz aparato represivo que al momento de
escribir estas líneas había ya ocasionado veintitrés muertos. Según el
Instituto Nacional de Derechos Humanos de ese país al día de hoy, 17 de noviembre,
los detenidos por los Carabineros ascienden a 6.362 (759 de los cuales son
niños o adolescentes), 2.381 heridos de los cuales 866 fueron alcanzados
por disparos de perdigones y 407 por arma de fuego no identificada. Se estima
que unas 250 personas perdieron un ojo durante los incidentes [2].
Grandeza, fuerza, unidad y dignidad del pueblo chileno que lucha contra el gobierno más "poderoso" de la derecha neoliberal latinoamericana.
***
Agréguense a lo anterior decenas de desaparecidos,
de hombres y mujeres violados por las “fuerzas de seguridad” y el
ensañamiento con que los represores les disparaban perdigones y bombas de gases
lacrimógenos a la cara y todo esto, supuestamente… ¡porque el “régimen” de
Sebastián Piñera había decretado un aumento de 30 pesos (unos 5 centavos de
dólares) en la tarifa del metro de Santiago! Revuelta absolutamente
desproporcionada ante la nimiedad del factor precipitante y aún más
incomprensible en la medida en que Vargas Llosa imagina a Chile como un
país “casi” desarrollado, con un elevado ingreso per cápita, una
población que disfruta del pleno empleo y que ha sido bendecida por la
afluencia de inversiones extranjeras. Todo este cúmulo de bondades se tradujo,
según el novelista, en un “desarrollo extraordinario" y un rápido
crecimiento del nivel de vida general de la población. ¿Cómo explicar pues este
estallido social? Se trata de un “hecho misterioso”, nos dice, que nada
tiene que ver con otros acontecimientos que signaron una “catastrófica
quincena” en la cual se produjo la derrota de Mauricio Macri y el
retorno de Cristina en la política argentina, el “fraude escandaloso
en las elecciones bolivianas que permitirán al demagogo Evo Morales eternizarse
en el poder” (otra calumnia imperdonable) y, poco antes, las “agitaciones
revolucionarias de los indígenas en Ecuador”. Sí se emparenta, en cambio,
con la protesta de los “chalecos amarillos” en Francia: una reacción de
una sociedad inclusiva pero cuyo Estado no logra impedir el aumento de la
desigualdad económica y social. Por eso plantea, erróneamente, que lo de Chile
es “una movilización de clases medias” ajena a las rebeliones
latinoamericanas protagonizadas por quienes “se sienten excluidos del
sistema” (¿no lo están, acaso, con independencia de que adoctrinados por la
ideología dominante no caigan en cuenta de ello?). En Chile, continúa el
novelista, “nadie está excluido del sistema, aunque, desde luego, la disparidad
entre los que tienen y los que apenas comienzan a tener algo sea grande. Pero
esta distancia se ha reducido mucho en los últimos años”. Es obvio que
la afirmación anterior sólo es concebible en alguien que no tiene la más pálida
idea de lo que realmente ha venido ocurriendo en Chile desde el
derrocamiento de Salvador Allende hasta nuestros días. Decir que en ese
país “nadie está excluido del sistema” revela o bien un notable
desconocimiento de los datos más elementales disponibles en infinidad de estudios
y publicaciones que retratan con elocuencia los alcances de la exclusión
económica y social y del gran aumento de la desigualdad experimentado por Chile,
o bien un empecinamiento ideológico que le impide tomar contacto con el mundo
real. Excluidos son los millones que no tienen acceso a la salud y la educación
públicas o a la seguridad social porque estos antiguos derechos se convirtieron
en costosas mercancías gracias a las políticas inauguradas por la dictadura del
General Pinochet y profundizadas -¡sí, profundizadas!- por gobiernos como los
de la Concertación o de la Nueva Mayoría que el autor de La
Casa Verde considera a “de izquierda”. Asegura y se
equivoca al decir que “en 29 años de democracia la derecha apenas ha
gobernado cinco años y la izquierda -es decir, la Concertación- 24”.
Es
increíble la fuerza que tiene la ideología para ofuscar la mente de un
intelecto privilegiado como el de nuestro autor y llevarlo a creer que una
serie de gobiernos que, repito, mantuvieron y profundizaron las políticas de
Pinochet, puedan ser caracterizados como “de izquierda”. Así como no
percibe los alcances de la exclusión económica y social existente en Chile y
evidente para todos sus habitantes, que por eso salieron en masivas
manifestaciones de protesta día tras día, tampoco cae en la cuenta de que
gobiernos que privatizaron todo -desde el agua en sus fuentes de origen hasta
el litoral chileno pasando por la salud, la educación, la seguridad social y
el transporte- y que convirtieron al mercado en el árbitro inapelable de la
distribución de la riqueza y que hicieron de su sometimiento a los dictados de
la Casa Blanca la estrella polar de su política exterior sólo pueden ser
caracterizados como de izquierda por un aficionado. Gobiernos que privatizaron
buena parte de la producción del cobre, que estaba en su totalidad en manos del
Estado durante el gobierno de Salvador Allende y en la actualidad apenas resta el 31 por ciento; que
convirtieron a Chile en uno de los ocho países más desiguales del mundo,
compartiendo ese poco honorable lugar con Ruanda; que produjeron un
fenomenal endeudamiento de los hogares chilenos obligados a pagar por servicios
que antes eran parte constitutiva del contrato social en su condición de
ciudadanos.
“La mayoría de quienes apoyan la protesta son familias trabajadoras para
las cuales la vida se ha vuelto cada vez más cara” –observa
un calificado analista de la realidad chilena- “y que deben soportar vivir en
barrios inseguros, trasladarse horas en condiciones de ganado para llegar al
trabajo, usar créditos de consumo para llegar a fin de mes y hacerse cargo de
abuelos con jubilaciones miserables” [3].
Frente a
este demoledor diagnóstico el consejo del novelista es tan rotundo como
absurdo: redoblar la medicina, aunque esté matando al paciente. Por eso dice
que lo peor sería “dar marcha atrás -como piden algunos enloquecidos que
quisieran que Chile retrocediera hasta volverse una segunda Venezuela- en sus
políticas económicas, sino completar estas y enriquecerlas con reformas en la
educación pública, la salud y las pensiones”. ¿Y esto como se lograría?
¿Apelando a la sensibilidad, al altruismo de quienes han saqueado al país y su
gente durante medio siglo, súbitamente convertidos en buenas almas democráticas
deseosas de establecer la justicia social en la sociedad que ha caído bajo sus
garras? ¿Podrán los lamentos y exhortaciones de Vargas Llosa obrar el
milagro de ablandar el corazón de quienes conforman el 1 por ciento más rico
del país, que se apropia del 26 por ciento del ingreso nacional? La
complaciente partidocracia que ha regentado y coparticipado de este saqueo,
¿abrazará ahora la causa de una real democratización de la vida chilena
abriendo el paso a una Asamblea Constituyente que siente las bases de un
régimen político genuinamente postpinochetista? ¿Y qué decir de los
medios hegemónicos, que han venido destilando un veneno paralizante y embotador
de las conciencias durante décadas? ¿Se convertirán todos ellos en
fervientes demócratas, ansiosos por fundar un orden basado en la recuperación
de los derechos ciudadanos y en la desmercantilización de la salud, la
educación y la seguridad social, por mencionar tan sólo lo más elemental?
Las respuestas son obvias. Pero es preciso tener en cuenta que la gran
movilización popular está lejos de haber triunfado por completo. Los reflejos
conservadores de una partidocracia que hace décadas usufructúa del poder a
su antojo y de un Gobierno y una institucionalidad estatal diseñados para
frustrar el protagonismo ciudadano si bien se vieron superados por la crisis
fueron capaces en los últimos días de pergeñar una respuesta tramposa que en
apariencia recoge el clamor de la calle pero que, en su esencia, contiene
un Caballo de Troya que amenaza con frustrar las heroicas jornadas de
lucha y hacer que tanta muerte, dolor y vejaciones puedan haber sido en vano.
En primer lugar, porque se posterga hasta abril del próximo año una
elementalísima consulta popular con dos papeletas (¿quiere usted una nueva
constitución? ¿Qué tipo de órgano debiera redactar la nueva Constitución:
¿Convención Mixta Constitucional o Convención Constitucional?) que
podría realizarse en pocas semanas si existiera la voluntad política de recoger
el mensaje de las multitudinarias y heteróclitas protestas.
Ante esto
varios comentarios: primero, nótese que la
expresión “Asamblea Constituyente” es eliminada de la comunicación oficial, y esto no
por casualidad. La expresión siempre fue considerada peligrosísima por la
dirigencia política chilena desde hace más de un siglo, y lo actuado por el
Gobierno de Piñera y sus compinches se inscribe en esa misma tradición. Segundo, que tampoco es casual que se proponga una
fórmula “mixta” en donde la “Asamblea Constituyente” podría estar
compuesta por partes iguales por representantes del voto popular y por los
personeros de la corrupta partidocracia gobernante, causante de la crisis, con
lo cual toda tentativa de cambio profundo sería abortada de inmediato; tercero, que para una tan elemental consulta
ciudadana deba esperarse nada menos que ¡cinco meses!, haciendo posible que
en el intertanto el oficialismo y sus aliados puedan poner en práctica toda
clase de tramoyas tendientes a burlar la voluntad popular. Es en
razón de lo anterior, así como del hecho de que este arreglo pomposamente
bautizado como “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución” haya
sido plasmado de espaldas al pueblo, que el mismo haya sido enfáticamente
rechazado por la Unidad Social, entidad que agrupa a más de 200
organizaciones de base que estuvieron en las calles y plazas y cuya voz,
previsiblemente, no fue escuchada por el Gobierno y los partidos cómplices de
su accionar. Es preciso reconocer, no obstante, que hubo unos pocos partidos o
líneas dentro de las fuerzas de izquierda (el Partido Comunista, algunas
fracciones del Partido Socialista y del Frente Amplio) que se oponen a ese
arreglo y que, por eso mismo, gozan de un reconocimiento social que las otras
tiendas políticas no tienen. En el documento que fundamenta su rechazo
categórico a aquel engendro “gatopardista”,
donde algo cambia para que todo siga igual, la Unidad Social denuncia el
“quórum elevado que perpetúa el veto de las minorías; la discriminación
de menores de 18 años, protagonistas notables de las luchas; no se contempla
mecanismo alguno de participación plurinacional y de paridad de género y, por
último, establece un mecanismo de representación y elección que es funcional a
los partidos políticos, que han sido responsables de la actual crisis política
y social”.
Por ello no
sorprende el llamado de ese enorme conglomerado de movimientos sociales a
proseguir la lucha con huelgas y jornadas de protesta para hacer realidad las
consignas que movilizaron durante semanas a millones de chilenas y chilenos.
Sin duda que se ha abierto una ventana de oportunidad, que sería imprudente
despreciar. Es cierto que lo viejo no termina de morir, aunque su muerte será
inevitable más pronto que tarde. El tan afamado “modelo chileno”,
alabado por todo el pensamiento neoliberal y sus agentes (FMI, Banco
Mundial, los grandes medios de comunicación, una abrumadora mayoría de la
colonizada academia, etcétera) como la única vía correcta para salir
del desarrollo y la dictadura yace en ruinas y no habrá poder humano capaz de
resucitarlo. Resta por ver qué es lo que la creatividad, la conciencia,
la capacidad de organización y de lucha de las grandes mayorías nacionales
serán capaces de inventar para dejar definitivamente
atrás una oscura página de la historia chilena.
[1] “El
enigma Chileno”, en El País (Madrid) 3 de Noviembre de 2019.
[2] https://www.lagaceta.com.ar/nota/825316/actualidad/chile-muertos-ya-son-23.html El diario chileno La Nación informa asimismo que Departamento de Ingeniería Civil Mecánica de la Universidad de Chile determinó que el material de los perdigones de Carabineros se compone solo de 20% de caucho y que el resto son minerales o metales de alta dureza, lo que explica la proliferación de lesiones oculares.
[2] https://www.lagaceta.com.ar/nota/825316/actualidad/chile-muertos-ya-son-23.html El diario chileno La Nación informa asimismo que Departamento de Ingeniería Civil Mecánica de la Universidad de Chile determinó que el material de los perdigones de Carabineros se compone solo de 20% de caucho y que el resto son minerales o metales de alta dureza, lo que explica la proliferación de lesiones oculares.
[3] Pablo
Ortúzar, “¡Quieren todo gratis!” (Diario Financiero), 8 de noviembre de 2019.
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