DEMOCRACIA PARTICIPATIVA O DEMOCRACIA
REAL. Hasta ahora hemos tratado de explicar que la democracia representativa
ha entrado en una crisis de legitimación. Muchos han sido los factores
que han ido interviniendo a lo largo del tiempo y han provocado una
desafección política por parte de la ciudadanía. Esto ha ocasionado que
desde los organismos autonómicos, estatales y europeos haya un
manifiesto interés por el fomento de la participación
ciudadana y el consiguiente
despliegue de mecanismos institucionales. También la sociedad civil ha respondido a esta crisis y ha intentado
sumarse a los procesos de participación iniciados por los organismos. Aunque,
por otra parte, esta misma sociedad civil ha optado por movilizarse fuera de
los parámetros de la institucionalización y en muchos casos lo ha hecho
de manera global.
Encontramos que hay
una reavivación del denominado tercer sector, que podría interpretarse como
una oportunidad para que el principio de la comunidad comporte ventajas comparativas
respecto a los principios del Estado y del Mercado. Pero no está claro
que estemos ante un doble fracaso del Estado y del Mercado – ni siquiera
a pesar de la gran crisis que azota al sistema desde 2008. Y, por otra
parte, de existir dicho fracaso, se pone en duda que el tercer sector tenga
una autonomía suficiente como para liderar un proceso de regulación
justo, tras un siglo de colonización estatal y mercantil (Santos, 2006).
En esta línea,
Perrow (1992) nos explica cómo las organizaciones institucionales han absorbido
a la sociedad. Han succionado buena parte de lo que siempre hemos
denominado sociedad y han convertido a las organizaciones, que en un tiempo
fueron parte de la sociedad, en sustitutos de la misma. Actividades que
fueron ejecutadas por pequeños grupos informales y organizaciones autónomas,
ahora están siendo ejecutadas por grandes burocracias. Las fuentes
alternativas de formación de la comunidad declinan
A través de los movimientos sociales se puede dar vida al último de los niveles de la democracia: conseguir una democracia al nivel del sistema. En ellos, por lo tanto, se contiene la esperanza del cambio, el resurgir del reformismo y las rupturas emancipatorias. El cambio “desde abajo” es la oportunidad de escapar de la “ley de hierro de la oligarquía” y de hacer revivir las fuentes alternativas de la comunidad.
Siguiendo a
Subirats (2005), las organizaciones políticas que apuntan a la transformación
social se debaten entre distintas alternativas que en
ocasiones se presentan como excluyentes. Diferentes corrientes teóricas se
centran en señalar que, si se quiere conseguir incidencia política y,
por ende, cambio social, se tiene que trabajar en y desde las
instituciones. Otras corrientes entienden que sólo es posible la transformación
desde fuera de las instituciones. Desde esta perspectiva, estar “dentro”,
implica reforzar esas instituciones, legitimar su manera de hacer y de actuar;
una manera de hacer y de actuar que va perdiendo capacidad de transformación
real. Desde este punto de vista, no hay transformación alguna dentro de los
estrechos límites que marca el juego democrático‑mediático. Es indudable
que fuera de las instituciones las contradicciones internas se reducen, pero
también es cierto que la capacidad de incidencia disminuye. La democracia (a
los tres niveles) debe trabajar con estas disyuntivas, expresando la “resistencia” y la “rebelión” frente a una realidad que se nos presenta como la
única posible, construyendo “alternativas” a dicha realidad, y
presionando y tensando a las instituciones para “incidir” en las mismas y
lograr que modifiquen su manera de hacer y de operar. Eso exige superar el
debate sobre la democracia participativa y su relación con la democracia
representativa, como si sólo se tratara de complementar,
mejorar, reforzar una (la representativa) a través de la nueva savia que
aportará la otra (la participativa) (Subirats, 2005).
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¿GOBIERNA
LA DEMOCRACIA?
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Antonio Lorca Siero.
Rebelión jueves 28 de
noviembre del 2019.
Pese a los
avances, en las modernas sociedades la función política de sus ciudadanos está
sensiblemente devaluada al haber sido desplazada hacia una minoría
representativa. En
consecuencia, la ciudadanía puede creer que quien
gobierna una sociedad es ella misma a través de sus representantes.
También que, aunque no gobierne, resulta que gobierne por extensión
del poder del voto. Tal vez resulte que quien gobierna es la
propia democracia moderna. Sin embargo, cualquier observador escéptico
puede llegar a la conclusión de que la democracia al uso es un juego
muy especial para distraer políticamente a la masa de espectadores.
Quizás
la tercera posición tiene mayores visos de objetividad, porque
en el proceso, aunque la intervención del elector es significativa, los
verdaderos protagonistas son los que bajan a la arena. El elector
pulsa el botón de la máquina, mientras los candidatos
marcan el espectáculo. El punto álgido de la partida se
alcanza con las elecciones. Si bien hay que considerar el mercadeo
preelectoral y los ajustes postelectorales. No obstante, la función
de entretenimiento no concluye con la toma de posesión del
gobierno democrático, sino que se va prolongando en el tiempo hasta
empalmar con los siguientes prolegómenos electorales en los que se inicia
una nueva partida.
Hablando de
la democracia que se oferta, se trata de un juego mayoritariamente
visual en el que intervienen, junto con los jugadores que
salen a escena, los espectadores. Observan el espectáculo del
que alguno de los participantes resultará ganador, como suele suceder en otros
juegos de competición. En su punto álgido, el proceso es como una
moderna lucha de gladiadores que
tratan de deshacer de sus rivales con el arma de la retórica a
base de agredir y defenderse con discursos, pretendiendo arrollar a su enemigo
y ganarse el favor de los espectadores. La peculiaridad del juego
democrático es precisamente que el espectador decide quién es el ganador,
sin necesidad de que se use la violencia, simplemente se trata de tomar partido,
por una parte. Es en el momento de depositar el voto en el que el simple
observador interviene en el juego, pretendiendo inclinar la balanza en favor de
alguno de los participantes. Cuando hay una mayoría única resultante del
proceso electoral o fruto de las componendas subsiguientes, el ganador del
juego incruento ocupa el sitial de la autoridad y, olvidando a
quien le eligió, comienza a regir el destino de los espectadores. Al
final, los que siguen jugando a su aire son los protagonistas
del juego, mientras los espectadores, cumpliendo su función, se quedan
esperando para observar el desarrollo de un juego en el que ya no participan.
Vuelve a
rondar la gran duda de si la ciudadanía gobierna,
incluso si gobierna esa minoría de partido resultado de la
contienda electoral o, en todo caso, si lo hace la democracia misma.
Lo primero
prácticamente queda descartado. En virtud
del principio de representación no sujeto a mandato expreso, por el que
se rige este modelo de gobierno, los ciudadanos en democracia no gobiernan,
simplemente son gobernados.
Por otro
lado, parecería ingenuo pensar que quien ha sido parte del espectáculo pase a
ser gobernante por el toque mágico del electorado. El poder de
gobierno es algo solido situado muy por encima del sitial de gobernante y
permanece ajeno a los avatares del juego. Como juego que es todo
está previsto con anterioridad, con independencia del que gane el torneo,
porque cualquier jugador es solo jugador, pero no gobernante real.
Quiere esto
decir que más allá de las voluntades electorales intervinientes en el juego hay
algo más sólido que permite al elegido gobernar como autoridad, pero no
que gobierne. El primer límite está en la estructura estatal que fija el marco de la
autoridad. No es posible gobernar la margen del Estado de
Derecho. El segundo límite viene establecido por la fuerza real o
síntesis de intereses que nueve la sociedad, con capacidad para dirigirla
en una u otra dirección. Son sus comisionados los
que fijan la acción de gobierno, porque no tendría sentido que alguien
ajeno al sistema, que es el fabricante de
la realidad real, tratara de dirigir una realidad que
desconoce.
En relación
con la tercera posibilidad, resulta que no hay
margen para la casualidad producto del voto, tal como sostiene la democracia
al uso, ningún producto del azar puede cambiar el curso de la
realidad prefabricada. De ahí la falacia de las ideologías puras,
refugiadas en la utopía o simples productos ocasionales populistas para marcar
diferencias ante el electorado, porque nunca podrán enfrentarse a la
ideología del sistema, puesto que es el soporte intelectual del mundo
real, asistido sobre el terreno por el empresariado capitalista. La
consecuencia es que los elegidos bajo el paraguas de un partido tienen dos
opciones, bien jugar en los términos marcados por el sistema
para sobrevivir como autoridad u oponerse a él
y fracasar. Rascando en la apariencia,
no es difícil descubrir que, por encima del juego democrático está ese
entramado, demasiado real, que conduce de manera
efectiva y a su voluntad a toda la sociedad.
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