jueves, 28 de noviembre de 2019

¿GOBIERNA LA DEMOCRACIA?

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DEMOCRACIA PARTICIPATIVA O DEMOCRACIA REAL. Hasta ahora hemos tratado de explicar que la democracia representativa ha entrado en una crisis de legitimación. Muchos han sido los factores que han ido interviniendo a lo largo del tiempo y han provocado una desafección política por parte de la ciudadanía. Esto ha ocasionado que desde los organismos autonómicos, estatales y europeos haya un manifiesto interés por el fomento de la participación ciudadana y el consiguiente despliegue de mecanismos institucionales. También la sociedad civil ha respondido a esta crisis y ha intentado sumarse a los procesos de participación iniciados por los organismos. Aunque, por otra parte, esta misma sociedad civil ha optado por movilizarse fuera de los parámetros de la institucionalización y en muchos casos lo ha hecho de manera global.

Encontramos que hay una reavivación del denominado tercer sector, que podría interpretarse como una oportunidad para que el principio de la comunidad comporte ventajas comparativas respecto a los principios del Estado y del Mercado. Pero no está claro que estemos ante un doble fracaso del Estado y del Mercado – ni siquiera a pesar de la gran crisis que azota al sistema desde 2008. Y, por otra parte, de existir dicho fracaso, se pone en duda que el tercer sector tenga una autonomía suficiente como para liderar un proceso de regulación justo, tras un siglo de colonización estatal y mercantil (Santos, 2006).

En esta línea, Perrow (1992) nos explica cómo las organizaciones institucionales han absorbido a la sociedad. Han succionado buena parte de lo que siempre hemos denominado sociedad y han convertido a las organizaciones, que en un tiempo fueron parte de la sociedad, en sustitutos de la misma. Actividades que fueron ejecutadas por pequeños grupos informales y organizaciones autónomas, ahora están siendo ejecutadas por grandes burocracias. Las fuentes alternativas de formación de la comunidad declinan

A través de los movimientos sociales se puede dar vida al último de los niveles de la democracia: conseguir una democracia al nivel del sistema. En ellos, por lo tanto, se contiene la esperanza del cambio, el resurgir del reformismo y las rupturas emancipatorias. El cambio “desde abajo” es la oportunidad de escapar de la “ley de hierro de la oligarquía” y de hacer revivir las fuentes alternativas de la comunidad.

Siguiendo a Subirats (2005), las organizaciones políticas que apuntan a la transformación social se debaten entre distintas alternativas que en ocasiones se presentan como excluyentes. Diferentes corrientes teóricas se centran en señalar que, si se quiere conseguir incidencia política y, por ende, cambio social, se tiene que trabajar en y desde las instituciones. Otras corrientes entienden que sólo es posible la transformación desde fuera de las instituciones. Desde esta perspectiva, estar “dentro”, implica reforzar esas instituciones, legitimar su manera de hacer y de actuar; una manera de hacer y de actuar que va perdiendo capacidad de transformación real. Desde este punto de vista, no hay transformación alguna dentro de los estrechos límites que marca el juego democrático‑mediático. Es indudable que fuera de las instituciones las contradicciones internas se reducen, pero también es cierto que la capacidad de incidencia disminuye. La democracia (a los tres niveles) debe trabajar con estas disyuntivas, expresando la “resistencia” y la “rebelión” frente a una realidad que se nos presenta como la única posible, construyendo “alternativas” a dicha realidad, y presionando y tensando a las instituciones para “incidir” en las mismas y lograr que modifiquen su manera de hacer y de operar. Eso exige superar el debate sobre la democracia participativa y su relación con la democracia representativa, como si sólo se tratara de complementar, mejorar, reforzar una (la representativa) a través de la nueva savia que aportará la otra (la participativa) (Subirats, 2005).

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¿GOBIERNA LA DEMOCRACIA?

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Antonio Lorca Siero.

Rebelión jueves 28 de noviembre del 2019.



Pese a los avances, en las modernas sociedades la función política de sus ciudadanos está sensiblemente devaluada al haber sido desplazada hacia una minoría representativa. En consecuencia, la ciudadanía puede creer que quien gobierna una sociedad es ella misma a través de sus representantes. También que, aunque no gobierne, resulta que gobierne por extensión del poder del voto. Tal vez resulte que quien gobierna es la propia democracia moderna. Sin embargo, cualquier observador escéptico puede llegar a la conclusión de que la democracia al uso es un juego muy especial para distraer políticamente a la masa de espectadores.

Quizás la tercera posición tiene mayores visos de objetividad, porque en el proceso, aunque la intervención del elector es significativa, los verdaderos protagonistas son los que bajan a la arena. El elector pulsa el botón de la máquina, mientras los candidatos marcan el espectáculo. El punto álgido de la partida se alcanza con las elecciones. Si bien hay que considerar el mercadeo preelectoral y los ajustes postelectorales. No obstante, la función de entretenimiento no concluye con la toma de posesión del gobierno democrático, sino que se va prolongando en el tiempo hasta empalmar con los siguientes prolegómenos electorales en los que se inicia una nueva partida.

Hablando de la democracia que se oferta, se trata de un juego mayoritariamente visual en el que intervienen, junto con los jugadores que salen a escena, los espectadores. Observan el espectáculo del que alguno de los participantes resultará ganador, como suele suceder en otros juegos de competición. En su punto álgido, el proceso es como una moderna lucha de gladiadores que tratan de deshacer de sus rivales con el arma de la retórica a base de agredir y defenderse con discursos, pretendiendo arrollar a su enemigo y ganarse el favor de los espectadores. La peculiaridad del juego democrático es precisamente que el espectador decide quién es el ganador, sin necesidad de que se use la violencia, simplemente se trata de tomar partido, por una parte. Es en el momento de depositar el voto en el que el simple observador interviene en el juego, pretendiendo inclinar la balanza en favor de alguno de los participantes. Cuando hay una mayoría única resultante del proceso electoral o fruto de las componendas subsiguientes, el ganador del juego incruento ocupa el sitial de la autoridad y, olvidando a quien le eligió, comienza a regir el destino de los espectadores. Al final, los que siguen jugando a su aire son los protagonistas del juego, mientras los espectadores, cumpliendo su función, se quedan esperando para observar el desarrollo de un juego en el que ya no participan.

Vuelve a rondar la gran duda de si la ciudadanía gobierna, incluso si gobierna esa minoría de partido resultado de la contienda electoral o, en todo caso, si lo hace la democracia misma.

Lo primero prácticamente queda descartado. En virtud del principio de representación no sujeto a mandato expreso, por el que se rige este modelo de gobierno, los ciudadanos en democracia no gobiernan, simplemente son gobernados.

Por otro lado, parecería ingenuo pensar que quien ha sido parte del espectáculo pase a ser gobernante por el toque mágico del electorado. El poder de gobierno es algo solido situado muy por encima del sitial de gobernante y permanece ajeno a los avatares del juego. Como juego que es todo está previsto con anterioridad, con independencia del que gane el torneo, porque cualquier jugador es solo jugador, pero no gobernante real.

Quiere esto decir que más allá de las voluntades electorales intervinientes en el juego hay algo más sólido que permite al elegido gobernar como autoridad, pero no que gobierne. El primer límite está en la estructura estatal que fija el marco de la autoridad. No es posible gobernar la margen del Estado de Derecho. El segundo límite viene establecido por la fuerza real o síntesis de intereses que nueve la sociedad, con capacidad para dirigirla en una u otra dirección. Son sus comisionados los que fijan la acción de gobierno, porque no tendría sentido que alguien ajeno al sistema, que es el fabricante de la realidad real, tratara de dirigir una realidad que desconoce.

En relación con la tercera posibilidad, resulta que no hay margen para la casualidad producto del voto, tal como sostiene la democracia al uso, ningún producto del azar puede cambiar el curso de la realidad prefabricada. De ahí la falacia de las ideologías puras, refugiadas en la utopía o simples productos ocasionales populistas para marcar diferencias ante el electorado, porque nunca podrán enfrentarse a la ideología del sistema, puesto que es el soporte intelectual del mundo real, asistido sobre el terreno por el empresariado capitalista. La consecuencia es que los elegidos bajo el paraguas de un partido tienen dos opciones, bien jugar en los términos marcados por el sistema para sobrevivir como autoridad u oponerse a él y fracasar. Rascando en la apariencia, no es difícil descubrir que, por encima del juego democrático está ese entramado, demasiado real, que conduce de manera efectiva y a su voluntad a toda la sociedad.

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