“Se
trata, por tanto, de un desplome de lo que era una característica de la
sociedad colonial: la
etnicidad como capital, es decir, del fundamento imaginado de la
superioridad histórica de la clase media por sobre las clases subalternas
porque aquí, en Bolivia, la clase social sólo es comprensible y
se visibiliza bajo la forma de jerarquías raciales. El que los hijos de
esta clase media hayan sido la fuerza de choque de la insurgencia reaccionaria
es el grito violento de una nueva generación que ve cómo la herencia
del apellido y la piel se desvanece ante la fuerza de la democratización de
bienes. Así, aunque enarbolen banderas de la
democracia entendida como voto, en realidad se han sublevado
contra la democracia entendida como igualación y distribución de riquezas. Por
eso el desborde de odio, el derroche de violencia; porque la supremacía racial
es algo que no se racionaliza, se vive como impulso primario del cuerpo, como
tatuaje de la historia colonial en la piel. De ahí que el fascismo no
sólo sea la expresión de una revolución fallida sino, paradójicamente
también en sociedades postcoloniales, el éxito de una democratización
material alcanzada”.
Por ello no
sorprende que mientras los indios recogen los cuerpos de alrededor de una
veintena de muertos asesinados a bala, sus victimarios materiales y morales
narran que lo han hecho para salvaguardar la democracia. Pero en realidad
saben que lo que han hecho es proteger el privilegio de casta y apellido. El odio racial solo puede destruir; no es un
horizonte, no es más que una primitiva venganza de una clase histórica
y moralmente decadente que demuestra que, detrás de
cada mediocre liberal, se agazapa un consumado golpista”.
/////
BOLIVIA. EL
ODIO AL INDIO.
*****
Álvaro
García Linera.
CELAG.
Lunes
18 de noviembre del 2019.
El fascismo, el odio racial, no solo es
la expresión de una revolución fallida sino, paradójicamente también en
sociedades poscoloniales, el éxito de una democratización material alcanzada.
Como una espesa niebla nocturna, el odio recorre
vorazmente los barrios de las clases medias urbanas tradicionales de Bolivia. Sus ojos
rebalsan de ira. No gritan, escupen; no reclaman, imponen. Sus cánticos no son
de esperanza ni de hermandad, son de desprecio y discriminación contra los
indios. Se montan en sus motos, se suben a sus camionetas, se agrupan en sus
fraternidades carnavaleras y universidades privadas y salen a la caza de indios
alzados que se atrevieron a quitarles el poder.
En el caso de Santa Cruz organizan hordas
motorizadas 4×4 con garrote en mano a escarmentar a los indios, a quienes
llaman “collas”, que viven en los barrios marginales y en los mercados. Cantan
consignas de que “hay que matar collas”, y si en el camino se les
cruza alguna mujer de pollera la golpean, amenazan y conminan a irse de su
territorio. En Cochabamba organizan convoyes para imponer su supremacía
racial en la zona sur, donde viven las clases menesterosas, y cargan -como si
fuera un destacamento de caballería- sobre miles de mujeres campesinas
indefensas que marchan pidiendo paz. Llevan en la mano bates de béisbol,
cadenas, granadas de gas; algunos exhiben armas de fuego. La mujer es su
víctima preferida; agarran a una alcaldesa de una población campesina, la
humillan, la arrastran por la calle, le pegan, la orinan cuando cae al suelo,
le cortan el cabello, la amenazan con lincharla, y cuando se dan cuenta de que
son filmadas deciden echarle pintura roja simbolizando lo que harán con su
sangre.
En La Paz sospechan de sus empleadas y no hablan
cuando ellas traen la comida a la mesa. En el fondo les temen, pero
también las desprecian. Más tarde salen a las calles a gritar, insultan a
Evo y, con él, a todos estos indios que osaron construir democracia
intercultural con igualdad. Cuando son muchos, arrastran
la Wiphala, la bandera indígena, la escupen, la pisan la cortan, la
queman. Es una rabia visceral que se descarga sobre este símbolo de los indios
al que quisieran extinguir de la tierra junto con todos los que se reconocen en
él.
El odio racial es el lenguaje político de esta clase
media tradicional. De nada sirven sus títulos académicos, viajes y fe porque,
al final, todo se diluye ante el abolengo. En el fondo,
la estirpe imaginada es más fuerte y parece adherida al lenguaje espontáneo de
la piel que odia, de los gestos viscerales y de su moral corrompida.
Todo explotó el domingo 20, cuando Evo Morales ganó las
elecciones con más de 10 puntos de distancia sobre el segundo, pero ya
no con la inmensa ventaja de antes ni el 51% de los votos. Fue la señal
que estaban esperando las fuerzas regresivas agazapadas: desde el timorato
candidato opositor liberal, las fuerzas políticas ultraconservadoras, la OEA
y la inefable clase media tradicional. Evo había ganado nuevamente
pero ya no tenía el 60% del electorado; estaba más débil y había que ir
sobre él. El perdedor no reconoció su derrota. La OEA habló de “elecciones
limpias” pero de una victoria menguada y pidió segunda vuelta, aconsejando
ir en contra de la Constitución, que establece que si un candidato tiene
más del 40% de los votos y más de 10% de votos sobre el segundo es el candidato
electo. Y la clase media se lanzó a la cacería de los indios. En la
noche del lunes 21 se quemaron 5 de los 9 órganos electorales, incluidas
papeletas de sufragio. La ciudad de Santa Cruz decretó un paro
cívico que articuló a los habitantes de las zonas centrales de la ciudad,
ramificándose el paro a las zonas residenciales de La Paz y Cochabamba. Y
entonces se desató el terror.
Bandas paramilitares comenzaron a asediar
instituciones, quemar sedes sindicales, a incendiar los domicilios de
candidatos y líderes políticos del partido de gobierno. Hasta el
propio domicilio privado del presidente fue saqueado; en otros lugares
las familias, incluidos hijos, fueron secuestrados y amenazados de ser
flagelados y quemados si su padre ministro o dirigente sindical no
renunciaba a su cargo. Se había desatado una dilatada noche de cuchillos
largos, y el fascismo asomaba las orejas.
Cuando las fuerzas populares movilizadas para
resistir este golpe civil comenzaron a retomar el control territorial
de las ciudades con la presencia de obreros, trabajadores mineros,
campesinos, indígenas y pobladores urbanos -y el balance de la
correlación de fuerzas se estaba inclinando hacia el lado de las fuerzas
populares- vino el motín policial.
Los policías habían mostrado durante semanas una
gran indolencia e ineptitud para proteger a la gente humilde cuando era
golpeada y perseguida por bandas fascistoides. Pero a partir del
viernes, con el desconocimiento del mando civil, muchos de ellos mostraron una
extraordinaria habilidad para agredir, detener, torturar y matar a
manifestantes populares. Claro, antes había que contener a los hijos de la
clase media y, supuestamente, no tenían capacidad; sin embargo, ahora, que se
trataba de reprimir a indios revoltosos, el despliegue, la prepotencia y la
saña represiva fueron monumentales. Lo mismo sucedió con las Fuerzas Armadas. Durante
toda nuestra gestión de gobierno nunca permitimos que salieran a reprimir las
manifestaciones civiles, ni siquiera durante el primer golpe de Estado
cívico del 2008. Y ahora, en plena convulsión y sin que nosotros les
preguntáramos nada, plantearon que no tenían elementos antidisturbios, que
apenas tenían 8 balas por integrante y que para que se hagan presentes en la
calle de manera disuasiva se requería un decreto presidencial. No obstante,
no dudaron en pedir/imponer al presidente Evo su renuncia rompiendo el orden
constitucional. Hicieron lo posible para intentar secuestrarlo cuando se
dirigía y estaba en el Chapare; y cuando se consumó el golpe salieron a las
calles a disparar miles de balas, a militarizar las ciudades, asesinar a
campesinos. Y todo ello sin ningún decreto presidencial. Para proteger al
indio se requería decreto. Para reprimir y matar indios sólo bastaba obedecer
lo que el odio racial y clasista ordenaba. Y en sólo 5 días ya hay más
de 18 muertos, 120 heridos de bala. Por supuesto, todos ellos indígenas.
La pregunta que todos debemos responder es ¿cómo es
que esta clase media tradicional pudo incubar tanto odio y resentimiento hacia el
pueblo, llevándola a abrazar un fascismo racializado y centrado en el
indio como enemigo? ¿Cómo hizo para irradiar sus frustraciones de clase
a la policía y a las FF. AA. y ser la base social de esta
fascistización, de esta regresión estatal y degeneración moral?
Ha sido el rechazo a la igualdad, es decir, el
rechazo a los fundamentos mismos de una democracia sustancial.
Los últimos 14 años de gobierno de los movimientos
sociales han tenido como principal característica el proceso de igualación social,
la reducción abrupta de la extrema pobreza (de 38
al 15%), la ampliación de derechos para todos (acceso universal a la salud,
a educación y a protección social), la indianización
del Estado (más del 50% de los
funcionarios de la administración pública tienen una identidad indígena, nueva
narrativa nacional en torno al tronco indígena), la reducción de las
desigualdades económicas (caída de 130 a 45 la diferencia de ingresos entre
los más ricos y los más pobres); es decir, la sistemática democratización
de la riqueza, del acceso a los bienes públicos, a las oportunidades y
al poder estatal. La economía ha crecido de 9.000 millones de dólares a
42.000, ampliándose el mercado y el ahorro interno, lo que ha permitido
a mucha gente tener su casa propia y mejorar su actividad laboral.
Pero esto dio lugar a que en una década el
porcentaje de personas de la llamada “clase media”, medida en
ingresos, haya pasado del 35% al 60%, la mayor parte proveniente de
sectores populares, indígenas. Se trata de un proceso de democratización
de los bienes sociales mediante la construcción de igualdad material
pero que, inevitablemente, ha llevado a una rápida devaluación de los capitales
económicos, educativos y políticos poseídos por las clases medias
tradicionales. Si antes un apellido notable o el monopolio de los saberes
legítimos o el conjunto de vínculos parentales propios de las clases medias
tradicionales les permitía acceder a puestos en la administración pública,
obtener créditos, licitaciones de obras o becas, hoy la cantidad de personas
que pugnan por el mismo puesto u oportunidad no sólo se ha duplicado -reduciendo
a la mitad las posibilidades de acceder a esos bienes- sino que, además, los
“arribistas”, la nueva clase media de origen popular indígena, tiene un conjunto
de nuevos capitales (idioma indígena, vínculos sindicales) de mayor valor y
reconocimiento estatal para pugnar por los bienes públicos disponibles.
Se trata, por tanto, de un desplome de lo que era
una característica de la sociedad colonial: la etnicidad
como capital, es decir, del fundamento imaginado de la
superioridad histórica de la clase media por sobre las clases subalternas
porque aquí, en Bolivia, la clase social sólo es comprensible y se visibiliza
bajo la forma de jerarquías raciales. El que los hijos de esta clase
media hayan sido la fuerza de choque de la insurgencia reaccionaria es el grito
violento de una nueva generación que ve cómo la herencia del apellido y
la piel se desvanece ante la fuerza de la democratización de bienes. Así,
aunque enarbolen banderas de la democracia entendida como voto, en
realidad se han sublevado contra la democracia entendida como igualación y
distribución de riquezas. Por eso el desborde de odio, el derroche de
violencia; porque la supremacía racial es algo que no se racionaliza, se vive
como impulso primario del cuerpo, como tatuaje de la historia colonial en la
piel. De ahí que el fascismo no sólo sea la expresión de una revolución
fallida sino, paradójicamente también en sociedades
postcoloniales, el éxito de una democratización material alcanzada.
Por ello no sorprende que mientras los indios recogen los cuerpos de alrededor de una
veintena de muertos asesinados a bala, sus victimarios materiales y morales
narran que lo han hecho para salvaguardar la democracia. Pero en realidad
saben que lo que han hecho es proteger el privilegio de casta y apellido.
El odio racial solo puede
destruir; no es un horizonte, no es más que una primitiva venganza de una clase
histórica y moralmente decadente
que demuestra que, detrás de cada mediocre liberal, se agazapa un consumado
golpista.
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