“Los presupuestos de las instituciones educativas públicas son
reducidos; a las universidades se las conduce a la ruina para facilitar su
privatización, o, lo que es
igual, se involucra a la empresa privada en la adecuación de los currículos, es
decir, se efectúa una modernización educativa que lleva de cabeza a los
tiempos de la Revolución Industrial, cuando el sistema educativo le
manufacturaba obreros a la fábrica. No se conquistará una sociedad distinta mediante
esquemas supeditados a finalidades particulares, de clase social o sectoriales.
Mucho menos, partiendo de la actual situación de carencia de soberanía,
ausencia de fines comunes y perspectivas humanas (humanitarias y humanistas).
“La naturaleza del plan educativo corresponde a un cálculo
económico y político. El currículo no es la concreción de determinada
cultura ni el sitio excepcional donde confluyen nociones epistemológicas con
saberes ancestrales, el barniz sociológico con los vuelos de la praxis,
la conjetura antropológica con las fisonomías específicas del educador y el
educando. No puede suceder de otro modo toda vez que la intencionalidad del
sistema educativo, corrompida en el fondo, no luce diferente en la forma. El estado que apunte a encarar los desequilibrios,
no queda otra, deberá comenzar por confrontar su armazón y el propio carácter. El
primer paso no es saber quiénes son los ciudadanos, lo que sin duda es útil
para la coacción y las cargas impositivas, sino allanar el camino para que
los propios ciudadanos se conozcan a sí mismos: que sepan dónde habitan y de
dónde vienen, por qué están como están, para qué son buenos. Fértiles
sembradíos de la educación. Y
donde comienza la entereza de un pueblo. Sólo los ciudadanos que tienen idea de
dónde están parados le otorgan la cualidad de digna a una sociedad. La conversión que se plantee en términos
distintos, o la propuesta bajo los estados hostiles que imperan hoy en día, ha
de ser fraudulenta y han de ser endebles, si no aleves, los objetivos”.
¿Qué es lo que se espera de la Universidad en esta travesía? Ya es
hora de que las universidades en nuestras sociedades no sean
los centros de moldeo de sujetos fragmentados y portadores del virus del
conocimiento por segmentos. Mientras la universidad siga siendo un centro de
la instrucción, ese eufemismo que abarca la exhumación lenta y pertinaz de la
sabiduría, será difícil la conquista de condiciones de vida distintas. Y la
concreción de otro mundo difícilmente será posible.
“El
impacto de una renovación educativa trascendente se tomará su tiempo,
seguramente, y puede ser un proceso de años. Pero la modificación de un currículo y de un pénsum, los primeros
pasos, sería algo breve, inmediato, si existiera la voluntad política para
hacerlo. Algo elemental que no hay ni habrá en sociedades regidas por las
lógicas perversas y utilitarias del capital. En la universidad, la escuela, el colegio, yacen
los soportes de la transformación auténtica. El centro educativo tendrá que ser un centro de
cuestionamientos; en esa articulación, la universidad no puede ser otra cosa
que el generador mayor de pensamiento crítico, que
no es solamente el desmonte o la digestión de una realidad, sino, ante todo, la
puerta abierta para la proposición y la construcción sociales”.
/////
UNA EDUCACIÓN PARA REHACER NUESTRO MUNDO.
*****
Juan Alberto
Sánchez Marín.
ALAI. América Latina en Movimiento.
Martes 1 de octubre del 2019.
En la transformación de la educación ganarán también, y aún más quizás,
quienes ahora la obstaculizan con vehemencia.
Carta
Maior, el prestigioso
portal de izquierda brasileño, me invitó a compartir una reflexión sobre
interrogantes relacionados con la educación en América Latina. Se trata del proyecto Sua voz na conjuntura que en su primera edición trató
sobre la defensa de la educación pública. Atendí el llamado y compartí algunas
ideas generales sobre el tema pensando en las difíciles circunstancias que
afronta Brasil en la actualidad y con el respeto que me inspira la patria natal
de Paulo Freire, sin duda, el más relevante pedagogo contemporáneo. De
esa fuente proviene este texto.
¿Qué sociedad se
desea construir para enfrentar los graves desequilibrios locales y globales del
siglo XXI?
La
sociedad deseable no es la imposible de las utopías renacentistas, pero
está lejos de serlo la tangible de nuestra época, menos aún cualquiera de sus
múltiples ficciones. La necesaria, a mi parecer, es aquella capaz de
diferenciar los hechos de su simulacro, la interacción de la dependencia, el
proceso de lo contingente, el auxilio del saqueo o la justicia de los
caprichosos marcos legales. Mejor dicho, como en una prueba de escuela, la que
esté capacitada para distinguir lo verdadero de lo falso, aunque le cueste el
saldo en el banco o la vida. La sociedad a la altura de sus miembros marginados
y desamparados, antes que solazada en la bajeza de las élites.
Hace
falta una sociedad en condiciones de interpretar el mundo alrededor, en sus
cualidades y sentidos, gritos y silencios, nexos e implicaciones, desde una
perspectiva ética e integral, preparada para verse en el espejo de sus
acciones, con la entereza suficiente para reconocerse en las armonías, pero
también en su profunda inestabilidad.
Una
sociedad que yace distante, y que a la vez está a la mano, porque la nación del
futuro no es otra que la constituida y construida ahora mismo, día a día, con
fortuna y errores, satisfacciones y desagrados. Lo mal hecho en este momento se
pagará caro mañana, más lo dejado de hacer costará el doble.
Hace
dos o tres mil años, o varios siglos hacia acá, los pueblos se daban el lujo de
proyectarse al porvenir en sus sagas y descendencias, y confines y territorios.
Los mitos fundacionales eran perceptibles. El futuro, casi medible; los hados
lo volvían destino y en no pocas oportunidades lo hacían cierto. O eso se
figuraban los antepasados.
Cuando
no era así, el mundo se llenaba de señales, códigos subrepticios,
representaciones poéticas, claves alegóricas, milagros. Hoy en día, en cambio,
lo venidero es débil y volátil, y las predicciones no cruzan el cierre de una
bolsa o los trinos perturbadores de algún infeliz con ascendencia.
Cómo
desciframos la sociedad que no cesa de hacerse y deshacerse ante nuestros ojos,
de cuál modo aprehendemos cada una de sus entidades y relaciones. Cuestión
esencial. Los ciudadanos que saben interpretarse en posibilidades,
responsabilidades y derechos; en sus estructuras y nexos, intereses e
interesados; autenticidades e invenciones, certidumbres y manipulaciones, son
los cimientos de esa sociedad imprescindible. En otras palabras, los que saben
dónde están, lo que hacen y para qué (mejor aún, para quién).
Una
capacidad interpretativa que, entre otras cosas, es criterio, expresión y
comunicación, participación, organización. Factores, desde luego, demasiado
riesgosos para el establecimiento. De ahí que a la educación se la mantenga
bajo el estricto control del poder con mecanismos nunca cuestionados y nombres
instituidos, que estimamos favorables e, inclusive, liberadores.
Pareciera
que no se advierte el grande daño que sus exclusivos límites conllevan: caudal
de conocimientos (indigestión mental), conjunto de reglas y comportamiento
(sumisión), urbanidad y buenas maneras (capitulación), experiencia acumulada
(manías), desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del
niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos (¡una verdadera
broma!).
Nada
tan alejado del concepto de educación como las cuatro significaciones que le
asienta el diccionario de la RAE como una cachetada en los carrillos.
Anacrónicas, utilitarias, definen con turbadora exactitud lo que no es ni debe
ser. Un compendio de rudimentos que, justamente, altera cualquiera de los
sentidos que sí debe tener: franca y emancipadora, indomable y punzante,
conmovedora y sugerente, particular y colectiva, bidireccional y transversal.
Sobran los calificativos.
Y
el poder no es un gobierno, a lo sumo, ejecutor; por lo general, no más que
mandadero. La fuerza que mueve los hilos está detrás de las fachadas
democráticas de sainete, a buen recaudo dentro de los bastiones económicos y
financieros del progreso. Pero se trasluce nítido en modas pedagógicas que se
cumplen porque son la directriz, metodologías gastadas encajonadas en palabras
relucientes, e innovaciones que resguardan las orientaciones.
La educación funge como el abastecedor de siervos
debidamente adoctrinados del sistema.
Un planteamiento que no por viejo pierde su aire de fehaciente. Las ciudades
inteligentes (Smart cities) continúan educando al Emilio (Rousseau, 1762) de hace
dos siglos y medio, que apenas si accedía a la modernidad. De ese Emilio del cual procede un axioma eludido por el mundo en
que vivimos: “Se debe adaptar al hombre la educación del hombre y no a lo que
no es él”. Menos aún, digo yo, a lo que unos cuantos ambiciosos necesitan que
él sea. En todo caso, fatal ese olvido de poquito parentesco con la amnesia.
La
educación no es más que otro instrumento de dominio, al igual que las farsas y los
señuelos sistémicos que nos hacen pensar que somos algo: la alcahuetería
política, canjeando porvenires por zanahorias; la simulación mediática,
persuadiéndonos de la realidad que no habitamos; los terrores sociales de las
agendas gubernamentales, abriéndole paso a las legislaciones coactivas y otras
represiones, o las potentes redes y los sistemas de información, gracias a los
cuales las máquinas se conectan y los teclistas de teléfono o computadora que
somos nos enfrentamos y disociamos.
La
sociedad que hay que construir tiene que estar enterada, cuando menos, de la
clase de mundo que habita. Saber bien la dimensión de las fragilidades locales
y globales que la menoscaban a diario y entorpecen su genuino desarrollo; tener
claros los vínculos envilecidos que priman en la interacción del presente, y
filtrar los engaños que la desbordan.
¿Qué tipo de
proyecto de desarrollo –y de Estado- es necesario para alcanzarla?
Este
sosiego insoportable, esta calma fastidiosa, son posibles por la ignorancia en
la que las sociedades se hayan sumidas. Resulta inconcebible la tranquilidad
cuando se comprende lo que ocurre a lo largo y ancho del planeta y se discierne
la razón de los horrores acometidos en su nombre. La inconsciencia social,
junto a la apatía, son tan oportunas para las oligarquías como la paz de los
sepulcros que ellas mismas imponen.
El
individuo se entera de algo y no sabe qué pasa. Una multitud cree saber lo que acontece
y despliega su odio cerril contra el inocente y lo distinto, lejos de las
verdaderas causas del desbarajuste. La manipulación hace lo suyo, por supuesto,
pero menos en la acción episódica o a modo de operación particular, y sí más
como algo intrínseco metido adentro al pisar la escuela inicial o atender el
primer sonsonete mediático.
No
llegamos a ser los pobres de espíritu a los que se refiere el Sermón de la Montaña de Jesús de Nazaret (Mt 5, 1;
7). No reconocemos siquiera las tremendas flaquezas propias, ni tenemos la
bienaventuranza ni será nuestro el reino de los cielos. La pobreza espiritual
de nuestras sociedades no se constituye por la percepción de los límites, sino
que se alza del oscurantismo dominante. Y la educación cercena más quizás que
las demás piezas mohosas de la castración.
El
que estudia hasta el empacho más desdeña y desecha; el docto termina siendo
otro pobre cretino. Abunda la ignorancia consentida, claro está, la barbarie
por conveniencia, que se busca y cultiva porque con ella se cree lograr cierta
aquiescencia moral o conseguir alguna clase de amnistía ética. Nada más
errátil. Proliferan, de otra parte, los ignorantes infiltrados, resbaladizos,
traidores; quienes convencen al iletrado (deslustrado) de su erudición y tino.
O sociedades enteras, que sabiendo cuánto mienten sus dirigentes y cuán
criminales son, siempre están dispuestas a avalarlos con el voto.
Por
ejemplo, en Colombia, país en el cual la derecha y la ultraderecha
eligen y reeligen a un líder como Álvaro Uribe Vélez o a su escogido,
con plena consciencia de las ataduras delincuenciales de su estructura
política. O en España, a cuya población José María Aznar le mintió de
frente con sus fidedignos informes de que Sadam Hussein contaba con
armas de destrucción masiva. Nunca hallaron tales armas en Iraq. “No sólo
no las había, sino que siempre se supo que no las había. (…) Pese a todo, a los
votantes del PP no les pareció motivo suficiente para cambiar su elección”
(Fernández Liria, 2007). No les importaron entonces ni habrían de importarles
después los dos millones cuatrocientos mil muertos (Davies, 2010), y que un
país hubiera sido destruido por completo.
En
el mismo Brasil, digamos, casi cincuenta
y ocho millones de personas votaron por Jair Bolsonaro en
la segunda vuelta, quien en la campaña dejó patente el talante homófobo,
misógino y racista. Algo añadió clarísimo: “Hay
que expurgar a Paulo Freire”. Y esa afluencia de pueblo que votó
por Bolsonaro no votó contra Freire (o Lula da Silva o Dilma Rousseff), sino
contra la educación popular que la tuvo en cuenta. Es decir, la emprendió en
contra de sí misma. Los electores lo sabían y lo votaron, y el excapitán
retribuye del modo que la genética le manda: con la militarización escolar.
O
en los propios Estados Unidos, cuyos políticos se ufanan tanto del sistema que
todavía creen que inventaron y al que sólo le prendieron las arandelas que los
ingleses no alcanzaron a incluirle, y que no deja de ser una más de las tóxicas
democracias occidentales, donde 65
853 516 de personas votaron por la señora Clinton a
sabiendas de las crueldades de que fue capaz y 62 984 825 votaron por el señor
Trump teniendo claridad acerca de las que no tardaría en perpetrar. Donde,
además, otra vez y gracias a esas tretas anexas, la cifra inferior de votantes
resultó superior a la más elevada. Y he ahí a Trump gobernando.
En
todos estos casos, así como en muchos otros, una ignorancia comprometida y egoísta
que tampoco exculpa a una sociedad, o a una parte considerable de ella.
Unos
desequilibrios que son factibles y no dejan de crecer porque quienes forjan las
estructuras políticas, económicas y sociales lo han hecho a su manera y
conveniencia a lo largo de los años. O de los siglos, porque se trata de una
práctica que viene de la remota antigüedad.
Pero
en los sustentos de la opresión están, también, las potencialidades para la
liberación. Habremos de hallarlas en los mecanismos de la participación, ahora
establecidos para todo lo contrario; en la educación, la gran utilitaria del
sistema, y, desde los albores del siglo XIX, la guarda principal y cínica del statu quo; en los medios dominantes, actualmente, con la
irremplazable función de acomodar los acontecimientos a la narrativa dispuesta.
Y así.
Los
entornos de autonomía son incómodos para el poder, que advierte en ellos los
escenarios más desafiantes. Por eso, los planes de las instituciones educativas
permanecen bajo rigurosa inspección. Por lo mismo, son promulgadas leyes que
socavan la educación pública.
Los
presupuestos de las instituciones educativas públicas son reducidos; a las
universidades se las conduce a la ruina para facilitar su privatización, o, lo
que es igual, se involucra a la empresa privada en la adecuación de los
currículos, es decir, se efectúa una modernización educativa que lleva de
cabeza a los tiempos de la Revolución Industrial, cuando el sistema educativo
le manufacturaba obreros a la fábrica.
No
se conquistará una sociedad distinta mediante esquemas supeditados a
finalidades particulares, de clase social o sectoriales. Mucho menos, partiendo
de la actual situación de carencia de soberanía, ausencia de fines comunes y
perspectivas humanas (humanitarias y humanistas).
La naturaleza del plan educativo corresponde a un cálculo
económico y político.
El currículo no es la concreción de determinada cultura ni el sitio excepcional
donde confluyen nociones epistemológicas con saberes ancestrales, el
barniz sociológico con los vuelos de la praxis, la conjetura
antropológica con las fisonomías específicas del educador y el educando. No
puede suceder de otro modo toda vez que la intencionalidad del sistema
educativo, corrompida en el fondo, no luce diferente en la forma.
El
estado que apunte a encarar los desequilibrios, no queda otra, deberá comenzar
por confrontar su armazón y el propio carácter. El primer paso no es saber quiénes
son los ciudadanos, lo que sin duda es útil para la coacción y las cargas
impositivas, sino allanar el camino para que los propios ciudadanos se conozcan
a sí mismos: que sepan dónde habitan y de dónde vienen, por qué están como
están, para qué son buenos. Fértiles sembradíos de la educación.
Y
donde comienza la entereza de un pueblo. Sólo los ciudadanos que tienen idea de
dónde están parados le otorgan la cualidad de digna a una sociedad. La
conversión que se plantee en términos distintos, o la propuesta bajo los
estados hostiles que imperan hoy en día, ha de ser fraudulenta y han de ser
endebles, si no aleves, los objetivos.
¿Qué es lo que se
espera de la Universidad en esta travesía?
Ya es hora de que las universidades en nuestras sociedades no sean los
centros de moldeo de sujetos fragmentados y portadores del virus del
conocimiento por segmentos. Mientras la universidad siga siendo un centro de la
instrucción, ese eufemismo que abarca la exhumación lenta y pertinaz de la
sabiduría, será difícil la conquista de condiciones de vida distintas. Y la
concreción de otro mundo difícilmente será posible.
El
impacto de una renovación educativa trascendente se tomará su tiempo,
seguramente, y puede ser un proceso de años. Pero la modificación de un
currículo y de un pénsum, los primeros pasos, sería algo breve, inmediato, si
existiera la voluntad política para hacerlo. Algo elemental que no hay ni habrá
en sociedades regidas por las lógicas perversas y utilitarias del capital.
En
la universidad, la escuela, el colegio, yacen los soportes de la transformación
auténtica. El centro educativo tendrá que ser un centro de cuestionamientos; en
esa articulación, la universidad no puede ser otra cosa que el generador mayor
de pensamiento crítico, que no es solamente el desmonte o la digestión de una
realidad, sino, ante todo, la puerta abierta para la proposición y la
construcción sociales.
La
potencia y vigencia de datos, retentivas e hipótesis jamás está en las letras
muertas que los consignan o formulan, sino en la capacidad que tengamos para
desglosar sus sentidos y verlos moverse a través de la ventana. La sociedad
requiere de seres suspicaces, esquivos frente a lo que oyen y ven, y recelosos
a profundidad del conocimiento enlatado, de las estupendas ideas empacadas al
vacío y de los artificios de manual para triunfar. No hay tales.
La
duda es una herramienta útil para ser arte y parte de la realidad que tenemos
por nuestra, en unas ocasiones, escurridiza, en otras, efectista. En esos
reparos angustiantes puede radicar el secreto para que no seamos simples
recitadores de sus bocadillos teatrales. En la universidad se construyen los
interrogantes, y, cuanto antes, se desarman las geniales respuestas alcanzadas.
¿Cómo deben actuar los
intelectuales y las fuerzas democráticas en la construcción de este
reordenamiento?
El
papel de los intelectuales y de las fuerzas democráticas, en ese
reordenamiento, tiene mucho que ver con proyectar los énfasis debidos y
fomentar la reflexión en torno al único asidero efectivo que tiene lo
trascendental en la tierra: lo cotidiano. Cada quien desde su perspectiva,
ámbitos y competencias.
Ahí
yacen las claves, las metafóricas, las alegóricas o las simbólicas, las que se
quieran y a la vista, como La carta
robada (Allan
Poe, 1844), en “un tarjetero de cartón con filigrana de baratija, colgado por
una cinta azul sucia de una anilla…” El quid para entender mejor lo que somos y
lograr el inequívoco compromiso con lo que hacemos.
La
actitud del intelectual no es conformidad porque sí ni discrepancia porque no.
Más bien le corresponde la disputa sin tregua contra las iniquidades;
resistencia contra las injusticias y rabia con la sinrazón del día a día.
De
su expresión deberían despuntar las alarmas, los desasosiegos, la desesperanza
y la esperanza en una sola frase. La conmoción de los intelectuales debería ser
el lastre a cuestas de las sociedades, y, en especial, de la academia. Pero
escasas veces es así.
Muchos
intelectuales, escritores, pensadores, cuentan con gran capacidad de
convocatoria, y sus reflexiones podrían avivar aquel impulso sin el cual es
inviable cualquier transformación auténtica: la motivación. Y en este mundo de
inseguridades, exclusión, fascismo, racismo, supremacías y todos los desajustes
concebibles, las transformaciones sociales son cada vez más ineludibles y
urgentes, comenzando por la cultural.
Pareciera
que la integración es propugnada y alabada en innumerables textos por
escritores recluidos e incomunicados. No es tan tarde como para no darnos
cuenta que se están yendo las horas y los años.
La
pugna por la transformación de la educación, sea como sea, como determinante
para el futuro que le espera al ser humano, no dejará de ser una batalla de
aquella categoría definida con acierto por Flaubert (1911): “Siempre
sangrienta” y siempre con dos vencedores, “el que ganó y el que perdió”. Porque en esa consecución ganarán también, y aún más quizás,
quienes ahora la obstaculizan con vehemencia.
JUAN ALBERTO SÁNCHEZ MARÍN.
Periodista,
escritor y director de televisión colombiano. Analista en medios
internacionales. Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico
(CLAE). Fue consultor ONU en medios. Productor en Señal Colombia, Telesur,
RT e Hispantv.
*****
No hay comentarios:
Publicar un comentario