“Diversificación
de carteras. Esa
“nueva normalidad” se mantuvo aproximadamente a lo largo de un cuarto de siglo.
Justo cuando Nature celebró su centésimo aniversario en 1969, los
auditores militares estadounidenses publicaron un extenso análisis, denominado Project
Hindsight. En él se sostenía que las agencias federales de defensa habían
recibido escasos rendimientos de su inversión en ciencia abierta. Ese año,
el senador demócrata Michael Mansfield (Montana) -quien pronto se
convertiría en el líder de la mayoría del Senado con mayor antigüedad en la
historia de Estados Unidos- introdujo una enmienda de último minuto a la Ley
Federal de Autorización Militar de 1970. Estipulaba que no podría
utilizarse ningún fondo del Departamento de Defensa “para llevar a cabo
cualquier proyecto o estudio de investigación” que no tuviera “una relación
directa y evidente con una función militar específica”.
“En los campus
universitarios de todo el país, el debate sobre el papel del gobierno en el
apoyo a la investigación científica se
hizo aún más bronco. En medio de la escalada de la guerra de Vietnam,
científicos y estudiantes lidiaron respecto al peso adecuado que debían tener
los gastos de defensa en la educación superior. En la Universidad de
Columbia, en la ciudad de Nueva York, y en la Universidad de Wisconsin-Madison,
grupos de radicales atacaron con explosivos los laboratorios de investigación
financiados por el ejército. En muchos otros campus, la policía recurrió a
gases lacrimógenos y porras para dispersar a los enojados manifestantes”.
“Durante
los años setenta y ochenta, los científicos forjaron asociaciones con
industrias privadas, así como con filantropías.
Estas relaciones se aceleraron por los fuertes recortes en el gasto federal en defensa y educación en Estados Unidos y en muchas otras partes del
mundo. La biotecnología y la nanotecnología surgieron en esos años impulsadas
por sistemas de apoyo que eran diferentes del gasto gubernamental que había
financiado la investigación en física nuclear después de la Segunda Guerra
Mundial”.
“En estos últimos tiempos, los modelos híbridos de apoyo todavía
dependen en gran medida de la financiación del gobierno central; solo tienen que considerar cuán de cerca siguen los
científicos el ciclo de asignaciones de cada año en el Congreso de los EE. UU.
y en otras instituciones. Pero el apoyo a la investigación rara vez se sustenta
hoy en día en el modelo de saturación que parecía tan natural al principio de
la era nuclear. Actualmente, menos de 20 países invierten más del 2% de
su producto interno bruto en investigación y desarrollo, según datos de la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)
y el Banco Mundial. Mientras tanto, en varios de esos países, la naturaleza
del apoyo del gobierno ha cambiado, priorizando a menudo proyectos con
objetivos a corto plazo y aplicaciones prácticas en lugar de investigaciones a
escalas mayores”.
“Cuando
Lockyer estaba enviando el primer número de Nature a
la prensa, muchos elementos de la empresa científica moderna se estaban
forjando en Gran Bretaña, el continente europeo y partes de Asia.
Pero para captar por completo el alcance de las relaciones monetarias en que
los científicos se mueven ahora -rastreando los equivalentes actuales del
Senado veneciano en busca de fondos, al mismo tiempo que se corteja a los
donantes privados en los Institutos Kavli y en los
centros de la Fundación Simons que no son menos brillantes que un palacio
Medici-, haríamos bien en tener presente a Galileo”.
/////
Galileo Galilei.
LOS
DESCUBRIMIENTOS SON SIEMPRE POLÍTICOS.
*****
David
Kaiser.
Nature,
Rebelión
miércoles 2 de octubre del 2019.
Traducido
del inglés para rebelión por Sinfo Fernández.
Para
destacar el 150 aniversario de Nature, David Kaiser rastrea los orígenes del
apoyo gubernamental a la ciencia en el primero de una serie de ensayos sobre
cómo los últimos 150 años han moldeado el sistema de investigación.
A
finales de agosto de 1609, el astrónomo italiano Galileo
Galilei escribió entusiasmado a su cuñado
relatándole los rápidos acontecimientos de ese verano. Unas semanas antes, Galileo había escuchado rumores de que se había
inventado un catalejo en Flandes (ahora parte de Bélgica). Rápidamente
construyó una versión mejorada, lo que desencadenó una nueva ola de rumores. Al
poco tiempo, el Senado veneciano le llamó para probar su dispositivo. Galileo se jactó ante su familia de los “numerosos
caballeros y senadores” que habían
“subido
las escaleras de los campanarios más altos de Venecia para observar en el mar
velas y embarcaciones tan lejanas que... se necesitaron dos horas o más antes
de poderlas ver sin mi catalejo”. El Senado votó de inmediato que se le
otorgara a Galileo un puesto de por vida en la Universidad de Padua en Italia,
con un salario anual de 1.000 florines, cuando 1.000 florines significaban
realmente algo.
Galileo no había hecho más que empezar. Girando
su nuevo telescopio hacia los cielos, descubrió (entre otras cosas) cuatro
lunas orbitando alrededor de Júpiter. Astutamente, las nombró las Estrellas
Mediceas en honor a Cosimo II de Medici, el Gran Duque de la Toscana. La
táctica funcionó: al año de ese premio por su éxito veneciano, Galileo había conseguido un salario aún mayor (y
se había despojado de sus deberes de enseñanza) como filósofo natural oficial
de la corte de los Medici en Florencia.
Galileo tenía una habilidad especial a la hora de
convencer a los funcionarios del gobierno y mecenas de
la corte para que apoyaran sus investigaciones. Si rastreamos sus proezas,
mientras pasaba de un benefactor al siguiente, podríamos reconocer los
destellos de los científicos emprendedores de hoy. Sin embargo, unos 250
años después de la época de Galileo, ha
empezado a afianzarse una relación bastante diferente entre el gobierno y la
ciencia.
Justo
cuando el astrónomo Norman Lockyer estaba fundando Nature en 1869, se estaban produciendo
cambios importantes en el nexo entre el gobierno y la ciencia en muchas partes
del mundo.
Construyendo imperio
Durante
las décadas intermedias del siglo XIX, el Imperio británico
creció hasta incluir aproximadamente una cuarta parte de la Tierra y mantener
el dominio sobre casi un cuarto de su población. En ese momento, varios
políticos británicos prominentes, incluidos antiguos y futuros primeros
ministros, trataron de apoyar la situación de la ciencia y la tecnología.
En la década de 1840, Robert Peel, Benjamin Disraeli, William Gladstone
y otros donaron fondos de sus propias arcas para ayudar a fundar el Royal
College of Chemistry, convencidos de que la investigación centrada en este
campo beneficiaría a la nación y sus ambiciones imperiales. En la década de 1860,
muchos investigadores trabajaron duro para formalizar tales planes, empezándose
a crear la estructura en una serie de laboratorios de las universidades de todo
el Reino Unido, basando cada elemento en la promesa de que las
mediciones de precisión de las cantidades físicas podrían hacer avanzar la
comprensión científica fundamental y estimular el desarrollo industrial.
La
electrificación, la telegrafía, la expansión de los ferrocarriles y la
producción de acero a gran escala fueron los desarrollos
característicos de lo que a menudo se llamó la segunda
revolución industrial, que comenzó
alrededor de 1870. Cada una exigía unidades y medidas estándar.
Surgieron nuevas sinergias cuando los principales investigadores, incluidos James
Clerk Maxwell y William Thomson (más tarde Lord Kelvin), como
miembros de las comisiones gubernamentales de alto nivel, utilizaron su
comprensión del electromagnetismo y la termodinámica con el objetivo de abordar
los desafíos de las comunicaciones transatlánticas, los estándares eléctricos,
la navegación oceánica y las máquinas de vapor.
De
alguna manera, los británicos estaban tratando de ponerse al día. Desde
mediados del siglo XIX, las universidades locales en todos los Estados
de habla alemana habían estado reclutando talentos académicos en concursos en
base al prestigio: instituciones financiadas por el gobierno se dedicaron a
incorporar a los Galileos del momento. El
modelo se intensificó rápidamente después de la derrota prusiana de Francia
y el establecimiento de una Alemania unificada a principios de 1871. Bajo
un Ministerio de Educación centralizado, y con ambiciones aún mayores para
una rápida industrialización, el gobierno alemán invirtió fuertemente en la
investigación académica de las ciencias naturales.
Sin
embargo, incluso con todos esos apoyos, industriales prominentes como Werner
von Siemens temían que Alemania estuviera perdiendo su supremacía. El
cabildeo concertado condujo al establecimiento de una nueva institución
financiada por el gobierno en 1887: el Physikalisch-Technische Reichsanstalt
en Berlín. Dirigido por el físico Hermann von Helmholtz, su mandato
consistía en acelerar el trabajo en la intersección de la ciencia básica, la
investigación aplicada y el desarrollo industrial. En pocos años, los esfuerzos
pioneros que allí se hicieron para evaluar propuestas competitivas para el
alumbrado público a gran escala -que requerían mediciones cuidadosas de la
producción de radiación en varios de los dispositivos- arrojaron grabaciones
tan precisas del espectro de radiación de los cuerpos negros que las teorías
físicas dominantes ya no podían ajustar los datos. Inspirado, el físico Max Planck rompió a
regañadientes con la teoría electromagnética de Maxwell y dio sus
primeros pasos tentativos hacia la teoría cuántica.
Mientras
tanto, una guerra diferente con Prusia provocó cambios significativos en
el gobierno y la ciencia en el este, cuando el imperio austrohúngaro se formó
en 1867. Muy rápidamente, las autoridades imperiales lanzaron esfuerzos
épicos en meteorología y climatología. El objetivo era crear redes
institucionales amplias que pudieran fomentar un sentido común nuevo de
propósitos a través del batiburrillo de las tradiciones legales, religiosas y
lingüísticas locales. Las universidades, los museos y otras instituciones
respaldadas por el gobierno comenzaron a recopilar y estandarizar registros
meteorológicos con el objetivo de comprender cómo los patrones locales se
relacionan con fenómenos a mayor escala. El imperativo de unificar el extenso
imperio favoreció la investigación de vanguardia sobre conceptos modernos, como
son las interacciones e interdependencias regionales a través de escalas que
van desde los microclimas a los continentes.
En
esa época, el zar Alejandro II en Rusia estaba inmerso en la búsqueda de
un proyecto de modernización propio. A partir de 1861, emitió una serie de
proclamas que se conocieron como las Grandes Reformas. La emancipación
de los siervos fue seguida rápidamente por la reforma de las universidades
estatales, así como por cambios en los gobiernos regionales y el sistema
judicial. La inmensa burocracia que se creó significó nuevas oportunidades para
los intelectuales ambiciosos, incluido el químico Dmitrii
Mendeleev. Después de dos años de estudio en Heidelberg,
Alemania, Mendeleev regresó a su San Petersburgo natal en 1861 para
enseñar química en la universidad local, publicando su versión ahora famosa de
la tabla periódica de los elementos en 1869, el mismo año en que se lanzó Nature.
Los
pasos siguientes en la notable carrera de Mendeleev son
emblemáticos de los roles ampliados de la ciencia y la tecnología en esa era.
En poco tiempo, el Ministerio de Finanzas y la Armada rusa estaban
consultándole, y finalmente ocupó el puesto de director de la Oficina de Pesos
y Medidas del país, lo que ayudó a introducir el sistema métrico en Rusia. Al
igual que Otto von Bismarck y otros constructores de naciones en Alemania,
el zar Alejandro II estaba ansioso por impulsar el desarrollo industrial en
todo su país. Un aspecto fundamental de esos esfuerzos fue el de invertir
considerablemente en la metrología de precisión; el zar supo encontrar
naturalistas entusiastas y hábiles como Mendeleev para conseguir tal
objetivo.
En
la misma década, Japón experimentó también cambios enormes. La Restauración
Meiji de 1868 marcó un período de apertura para un país
anteriormente aislado. El juramento de la Carta del Emperador proclamó que: “Se
buscará el conocimiento en todo el mundo y, con ello, se fortalecerán los
logros del gobierno imperial”. El gobierno comenzó a invertir en las
manufacturas y otras reformas industriales. Instituyó nuevas escuelas públicas
y financió becas para enviar estudiantes al extranjero a estudiar los avances
científicos. El gobierno central llevó a Japón científicos de alto nivel
de otros países, como Gran Bretaña y Estados Unidos, para desarrollar la
capacitación en instalaciones financiadas por el Estado. Sus líderes comenzaron
también allí a priorizar las instituciones de investigación patrocinadas por el
gobierno como parte del esfuerzo moderno de construcción del Estado.
Irrupción de
Estados Unidos.
Estados
Unidos seguía siendo un obstinado caso aparte. El
momento estaba lejos de resultar prometedor para nuevas inversiones. El
conflicto más sangriento en la historia de Estados Unidos no terminó hasta
1865, marcado por el asesinato del presidente Abraham Lincoln. (Murieron
más soldados estadounidenses durante la guerra civil de 1861-1865
que durante la Primera y Segunda Guerra Mundial y las guerras en
Corea, Vietnam, Afganistán e Iraq juntas.) El apoyo a la investigación científica
y a las instituciones a nivel federal fue escaso hasta finales del siglo XIX.
De hecho, varios políticos importantes se escandalizaron por la carencia
comparada de preparación científica y técnica de la nación durante la Primera
Guerra Mundial.
Los
esfuerzos de los reformadores en Estados Unidos para apuntalar el apoyo
a la investigación por parte del gobierno se vieron obstaculizados por la larga
tradición estadounidense de que la educación debía permanecer en manos de las
autoridades estatales y locales en lugar del gobierno federal. Por todo Estados
Unidos y a nivel individual, los colegios y universidades pusieron
gradualmente mayor énfasis en la investigación original y en la construcción de
infraestructura para los laboratorios. Pero, en el mejor de los casos, el
impacto siguió siendo desigual. Ya en 1927, cuando el joven físico Isidor
Rabi viajó a Alemania para estudiar la teoría
cuántica, descubrió que las
bibliotecas universitarias tendían a pedir la revista Physical Review de
año en año. Parecía no haber razón para recibir copias con mayor frecuencia
teniendo en cuenta su mediocre contenido. La ciencia fue incluso ignorada en
gran medida durante la Gran Depresión de la década de 1930, cuando el
gobierno federal centralizó tantas otras cosas bajo el New Deal del
presidente Franklin D. Roosevelt.
Estudiantes
estadounidenses protestan en 1969 por los vínculos entre los científicos
de la universidad y el ejército (Foto: Joyce Dopkeen/The Boston
Globe/Getty)
Solo
a principios de la década de 1940, en medio de una
movilización de emergencia en tiempos de guerra, el gobierno federal
estadounidense asumió el apoyo a la investigación y desarrollo a gran escala. El
radar, las armas nucleares, el fusible de proximidad y docenas de otros
proyectos militares requirieron miles de millones de dólares y una
estrecha coordinación entre los estudios abstractos y el desarrollo práctico.
La
efectividad de los planes en tiempos de guerra impresionó a políticos,
planificadores militares y administradores universitarios por igual. Cuando
llegó la paz, se apresuraron a construir una nueva infraestructura que pudiera
mantener las relaciones forjadas por la guerra. Los presupuestos para las
ciencias físicas y la ingeniería continuaron aumentando a partir de
entonces, provenientes casi en su totalidad del gobierno federal. En 1949,
el 96% de todos los fondos en Estados Unidos para la investigación
básica en ciencias físicas provenían de agencias federales relacionadas con la
defensa. En 1954 -cuatro años después de la creación de la Fundación
Nacional civil de Ciencias de EE. UU.-, esa proporción había aumentado al 98%.
A
partir de entonces, los políticos estadounidenses encontraron nuevas razones
para apoyar la investigación: ayudaba a cumplir los
objetivos nacionales para el desarrollo industrial y la defensa militar, y era
un elemento clave en las relaciones internacionales. La inversión federal en
instituciones científicas en toda la Europa devastada por la guerra,
podía evitar, según se pensaba, los flirteos de los científicos con el
comunismo en países como Francia, Italia y Grecia. Las reformas
importantes del sistema universitario japonés bajo la ocupación estadounidense
después de la Segunda Guerra Mundial también ayudaron a difundir el
modelo estadounidense. Gastar en ciencia se convirtió en una inversión en los
corazones y en las mentes.
En
Estados Unidos, la constante inversión federal ha impulsado
un crecimiento sin precedentes en la investigación e infraestructura
científicas. Durante los 25 años posteriores al final de la Segunda Guerra
Mundial, se capacitó a más jóvenes en ciencias naturales que en toda la
historia humana anterior. El gobierno estadounidense desarrolló un sistema
de laboratorios nacionales y apoyó un amplio espectro de investigación en
las universidades, la mayoría de ellas con poca conexión directa con proyectos
militares. Los gastos se justificaban a menudo en términos de una “preparación”
más amplia: crear un gran grupo de personal capacitado que estuviera disponible
para trabajar en determinados proyectos militares en caso de que la guerra fría
se volviera caliente.
Mientras
tanto, los científicos emprendedores aprovecharon las oportunidades que surgían
de los estrechos lazos con patrocinadores militares. Las preocupaciones de
la Marina de los EE. UU. sobre la guerra submarina impulsaron una intensa
exploración del fondo del océano. Los geocientíficos, aprovechando los
nuevos datos e instrumentos, encontraron evidencias convincentes de la
tectónica de las placas. Del mismo modo, las consultas a los físicos sobre
proyectos clasificados de defensa antimisiles estimularon el desarrollo de
nuevas áreas de estudio, como la óptica no lineal.
Diversificación de carteras.
Esa
“nueva normalidad” se mantuvo aproximadamente a lo largo de un cuarto de siglo.
Justo cuando Nature celebró su centésimo aniversario en 1969, los
auditores militares estadounidenses publicaron un extenso análisis, denominado Project
Hindsight. En él se sostenía que las agencias federales de defensa habían
recibido escasos rendimientos de su inversión en ciencia abierta. Ese año,
el senador demócrata Michael Mansfield (Montana) -quien pronto se
convertiría en el líder de la mayoría del Senado con mayor antigüedad en la
historia de Estados Unidos- introdujo una enmienda de último minuto a la Ley
Federal de Autorización Militar de 1970. Estipulaba que no podría
utilizarse ningún fondo del Departamento de Defensa “para llevar a cabo
cualquier proyecto o estudio de investigación” que no tuviera “una relación
directa y evidente con una función militar específica”.
En
los campus universitarios de todo el país, el debate sobre el papel del
gobierno en el apoyo a la investigación científica se hizo aún más bronco. En
medio de la escalada de la guerra de Vietnam, científicos y estudiantes
lidiaron respecto al peso adecuado que debían tener los gastos de defensa en la
educación superior. En la Universidad de Columbia, en la ciudad de Nueva
York, y en la Universidad de Wisconsin-Madison, grupos de radicales
atacaron con explosivos los laboratorios de investigación financiados por el
ejército. En muchos otros campus, la policía recurrió a gases lacrimógenos y
porras para dispersar a los enojados manifestantes.
Durante
los años setenta y ochenta, los científicos forjaron asociaciones con
industrias privadas, así como con filantropías.
Estas relaciones se aceleraron por los fuertes recortes en el gasto federal en
defensa y educación en Estados Unidos y en muchas otras partes del
mundo. La biotecnología y la nanotecnología surgieron en esos años impulsadas
por sistemas de apoyo que eran diferentes del gasto gubernamental que había
financiado la investigación en física nuclear después de la Segunda Guerra
Mundial.
En
estos últimos tiempos, los modelos híbridos de apoyo todavía dependen en gran
medida de la financiación del gobierno central; solo tienen que considerar cuán
de cerca siguen los científicos el ciclo de asignaciones de cada año en el Congreso
de los EE. UU. y en otras instituciones. Pero el apoyo a la investigación
rara vez se sustenta hoy en día en el modelo de saturación que parecía tan
natural al principio de la era nuclear. Actualmente, menos de 20 países
invierten más del 2% de su producto interno bruto en investigación y
desarrollo, según datos de la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económico (OCDE) y el Banco Mundial.
Mientras tanto, en varios de esos países, la naturaleza del apoyo del gobierno
ha cambiado, priorizando a menudo proyectos con objetivos a corto plazo y
aplicaciones prácticas en lugar de investigaciones a escalas mayores.
Cuando
Lockyer estaba enviando el primer número de Nature a
la prensa, muchos elementos de la empresa científica moderna se estaban
forjando en Gran Bretaña, el continente europeo y partes de Asia.
Pero para captar por completo el alcance de las relaciones monetarias en que
los científicos se mueven ahora -rastreando los equivalentes actuales del
Senado veneciano en busca de fondos, al mismo tiempo que se corteja a los
donantes privados en los Institutos Kavli y en los
centros de la Fundación Simons que no son menos brillantes que un palacio
Medici-, haríamos bien en tener presente a Galileo.
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