“Así, llegamos al punto central de este análisis, que es repensar la
integración regional para poder tener peso en la geopolítica mundial. A fin de
construir mecanismos de integración que nos permitan tener una voz propia en
los espacios y coyunturas donde se dirimen las grandes problemáticas y
disputas globales en el mundo de hoy. Lo cual pasa, en primer lugar, por
una mirada crítica a estructuras integracionistas que, en la pasada década,
bajo mayoría de gobiernos progresistas, se impulsaron en la región. Tales
como UNASUR, CELAC y ALBA. Hoy día, cuando
la realidad ideológica de la región es la inversa, esto es, mayoría de
gobiernos conservadores, estas estructuras están prácticamente muertas. Bastó
que, a partir de 2015 con el triunfo de Macri en Argentina, comenzara la
restauración conservadora latinoamericana para que, en muy poco tiempo, se
destruyeran estos organismos. Que sí eran
importantes por su potencial y proyección al futuro en el sentido de
proveernos de espacios donde resolver problemas regionales; crear
mecanismos formales de gobernanza regional; y desde los cuales tener una voz
con la que posicionarnos como bloque en el mundo. Un mundo actual en el que
la política mundial se define desde bloques regionales. Y, por otro lado,
marcado por disputas geopolíticas entre Estados
Unidos contra China y Rusia y otras potencias emergentes”.
“En ese sentido,
debemos superar estructuras como la OEA con su sesgo pro estadounidense -debido a
la historia de su creación- y al hecho de que más del 60% de su
financiamiento depende de Estados Unidos; lo que evidentemente limita su
capacidad de acción autónoma. Y ya vimos cómo la OEA, dirigida por un
siniestro personaje como Luis Almagro, un trasnochado derechista
empantanado en visiones caducas de guerra fría, puede ser un instrumento
tan destructivo y polarizador impulsando golpes de
Estado contra gobiernos de izquierda, al tiempo que solapando
represiones brutales en otros países de gobiernos conservadores amigos. La
OEA no puede ser parte del futuro de la integración regional porque no fue
hecha ni funciona en función de nuestros intereses latinoamericanos. Es un
organismo neocolonial que más crea problemas de los que resuelve. Y que, por tanto, impide que construyamos una visión de bloque
regional más allá de las diferencias ideológicas entre gobiernos”.
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INTEGRACIÓN
LATINOAMERICANA PARA TENER VOZ PROPIA EN EL MUNDO.
*****
Elvin Calcaño Ortiz.
ALAI. América Latina en Movimiento.
Jueves 12 de marzo del 2020.
América
Latina, por historia, cultura, recursos y población, debería ser un actor
protagónico en los grandes escenarios mundiales. No
obstante, lo que se advierte es una ausencia marcada de la voz latinoamericana
en éstos. O bien cabría la pregunta, ¿existe tal cosa como una voz
latinoamericana? ¿O lo que más bien hay son países de la zona de escaso peso
específico geopolítico que, en función de la orientación ideológica de sus
gobiernos, tienen cierta participación en dichos escenarios o se limitan a
adherirse a la política exterior de turno estadounidense? A partir de la crisis
mundial desatada por la emergencia del coronavirus y la guerra de precios del
petróleo que abrieron el pasado fin de semana Rusia y Arabia Saudita, dos
desafíos recientes, pongamos en perspectiva la ausencia latinoamericana
mencionada.
El coronavirus COVID-19 ha infectado alrededor
de 110,000 personas en más de 100 países. La mayoría de los
infectados (sobre 80 mil) han sido en China. A su vez, ha dejado un
saldo, hasta ahora, de más de 4 mil muertes de las cuales unas 3, 100 han
sido en China. Italia, Irán y Corea del Sur son, después de China, las naciones más afectados en cuanto a
contagios y decesos. Hasta el 3 de marzo, la tasa de mortalidad global del
virus rondaba el 3.4%i.
Mientras que en más de un 80% de los casos no registra síntomas o bien no
deriva en ninguna gravedad. Otros virus parecidos como el MERS de 2012
originado en Arabia Saudita y el SARS de 2002 en la provincia Guandong
de China, tuvieron tasas de mortalidad mayores: 34% y 9.5%
respectivamente. Por tanto, la mayor
amenaza de este coronavirus radica en la facilidad con la que se propaga y que
aún no se está cerca de encontrar una vacuna.
Sin embargo, más allá de esos datos generales, coloquemos
el foco en términos geopolíticos. El coronavirus exige un esfuerzo mundial, lo
cual, asimismo, se ve dificultado por la presencia de
gobiernos e imaginarios anti globalización tan instalados en el mundo de hoy.
Es una enfermedad que se propaga rápidamente por aeropuertos, centros
turísticos e intercambios cotidianos entre personas en ciudades. Y que llama a
los países centrales del mundo (algunos directamente afectados por el virus
como Estados Unidos, Italia y España) a aportar soluciones articuladas poniendo
presupuestos, recursos técnicos y visión. Así las cosas, constituye un
desafío a la gobernanza global (buena parte de la misma estancada en caducas
dinámicas post segunda guerra mundial del siglo XX) que habrá de impulsar
replanteamientos y reconfiguraciones en la misma. ¿Quién o quiénes hablarán
por los latinoamericanos y caribeños en esos espacios que se abrirán?
Por otro lado, el pasado viernes 7 de marzo se cerraron
sin acuerdo las negociaciones entre Rusia y la OPEP que tenían como objetivo
reducir la producción mundial de crudo ante la disminución de la
demanda provocada por el coronavirus. Lo cual el pasado domingo provocó una
caída del precio del petróleo del 30%. Y hay que situar en un contexto geopolítico esta
caída. Los tres principales exportadores de petróleo del mundo son Estados
Unidos, Arabia Saudita y Rusia, en ese orden. A partir de septiembre de
2019, Estados Unidos comenzó a exportar más petróleo que el que importaba
convirtiéndose así en exportador neto. Sitial que alcanzó, en gran medida,
debido a la política del presidente Donald Trump de incentivo a la
producción petrolera por medio de la extracción por fracturación hidráulica
-petróleo de esquisto- con fines de que las petroleras estadounidenses
aumentaran su cuota de mercado mundial. El presidente norteamericano, un
ignorante que desdeña la ciencia, apoyó a los productores de esquisto aun a
sabiendas del negativo impacto ambiental de este tipo de extracción
petrolífera. El supremacismo trasnochado y lineal de Trump, le indicó
que lo importante era cumplir su promesa de convertir su país en
“autosuficiente” en cuanto a hidrocarburos.
Empero, el problema con ello es que el petróleo de
esquisto tiene un alto costo de producción. Mientras que países como Rusia y
Arabia Saudita, por la capacidad instalada y el tipo de
petróleo extraído, producen a mucho menor costo. Para que sea rentable el
petróleo norteamericano de esquisto, el precio de referencia mundial debe
rondar no menos de los 50 dólares aproximadamente. Actualmente, cuando Rusia
y Arabia Saudita, al menos en el corto plazo, se lanzarán a una guerra de
precios, el precio del barril no subirá de los 40 dólares indican
expertos. La caída del domingo -de 30%- lo ubicó en torno a los 35 dólares.
Detrás de esta disputa rusa y saudita se podría entrever
el interés de los rusos de golpear la producción petrolera estadounidense; algo
que desde 2014 no se hacía. Lo cual tiene que ver con una clave
geopolítica que la podemos encontrar en las sanciones a Rosneft
(principal productora rusa gestionada con capital público y privado y
participación internacional) que puso la administración Trump “por la
relación comercial” con Venezuela. Rusia lo denunció como una jugada para
quitar cuota de mercado a sus productoras de crudo. Desde un punto de vista
estrictamente comercial, no se explicaría la postura rusa de negarse a límites
en la producción; lo que en el corto plazo llenará el mercado de petróleo
barato y a descuento por parte de Arabia Saudita quien tiene mayor
capacidad instalada (ARAMCO, la principal productora saudita, puede ser
rentable con el barril a 30 dólares). Pero sí se explica como una medida
geopolítica para golpear las petroleras norteamericanas que, además de estar
altamente endeudas (es decir, financiarizadas), sustentan sus cuotas de mercado
en el esquisto que es caro de producir. Entonces, los rusos, a la vez que
provocan un reordenamiento del mercado mundial donde perderían al corto
plazo, pero ganan al mediano, provocan rupturas a lo interno de E.U con los
productores presionando al gobierno de Trump ante las pérdidas que sufrirían. Rusia,
en ese contexto, estaría jugando fichas geopolíticas a partir de su política de
producción petrolera.
En cuanto a América Latina y el Caribe, esta guerra de
precios del petróleo, en medio de la crisis del coronavirus, golpeará nuestras
economías significativamente. Y ya se está viendo con las
caídas de las monedas de México, Chile y Perú. El golpe es doble porque
son economías que dependen de la exportación de materias primas a China,
cuya productividad estará a la baja los próximos meses por ser el foco del
virus. Y, por otro lado, son economías donde la exportación de hidrocarburos es
una de las principales fuentes de divisas. Venezuela,
cuya capacidad de captar divisas de por sí está en el piso por las sanciones
imperiales y por la ineficiencia de su propio gobierno, probablemente será muy
golpeada. No obstante, si Rusia logra reordenar el mercado petrolero al
margen de la OPEP, siendo Venezuela socio estratégico ruso en el plano
geopolítico, posiblemente ganará al mediano plazo. La mayoría del resto de
países de la región, ajustados a la política imperial estadounidense, no podrán
decir lo mismo y por tanto estarán en mayor riesgo. Los pesos pesados del
mundo están disputando fuerte. Y América Latina,
con esta mayoría de gobiernos de derecha tontamente serviles al imperialismo
norteamericano, no tiene voz propia en estas disputas.
Así, llegamos al punto central de este análisis, que es
repensar la integración regional para poder tener peso en la geopolítica mundial. A
fin de construir mecanismos de integración que nos permitan tener una voz propia
en los espacios y coyunturas donde se dirimen las grandes problemáticas y
disputas globales en el mundo de hoy. Lo cual pasa, en primer lugar, por
una mirada crítica a estructuras integracionistas que, en la pasada década,
bajo mayoría de gobiernos progresistas, se impulsaron en la región. Tales
como UNASUR, CELAC y ALBA. Hoy día, cuando
la realidad ideológica de la región es la inversa, esto es, mayoría de
gobiernos conservadores, estas estructuras están prácticamente muertas. Bastó
que, a partir de 2015 con el triunfo de Macri en Argentina, comenzara la
restauración conservadora latinoamericana para que, en muy poco tiempo, se
destruyeran estos organismos. Que sí eran importantes por su potencial y
proyección al futuro en el sentido de proveernos de espacios donde resolver
problemas regionales; crear mecanismos formales de gobernanza regional; y
desde los cuales tener una voz con la que posicionarnos como bloque en el
mundo. Un mundo actual en el que la política mundial se define desde bloques
regionales. Y, por otro lado, marcado por disputas geopolíticas entre
Estados Unidos contra China y Rusia y otras potencias emergentes.
En ese sentido, debemos superar estructuras como la OEA
con su sesgo pro estadounidense -debido a la historia de su
creación- y al hecho de que más del 60% de su financiamiento depende de Estados
Unidos; lo que evidentemente limita su capacidad de acción autónoma. Y ya
vimos cómo la OEA, dirigida por un siniestro personaje como Luis Almagro, un
trasnochado derechista empantanado en visiones caducas de guerra fría, puede
ser un instrumento tan destructivo y polarizador impulsando golpes de Estado contra gobiernos de izquierda, al
tiempo que solapando represiones brutales en otros países de gobiernos
conservadores amigos. La OEA no puede ser parte del futuro de la integración
regional porque no fue hecha ni funciona en función de nuestros intereses
latinoamericanos. Es un organismo neocolonial que más crea problemas de los
que resuelve. Y que, por tanto, impide que construyamos una visión de
bloque regional más allá de las diferencias ideológicas entre gobiernos.
Debemos superar, también, la incidencia de gran parte de
nuestras élites las cuales conservan visiones de subordinación ideológica hacia
Estados Unidos (lo cual evidencia una gran inmadurez
cultural e histórica); y que a lo interno de nuestros países bloquean, desde
su influencia mediática y en tanto propietarias de medios de producción y
sectores bancarios, cualquier apuesta de integración soberana que se proponga.
Lo hacen desde un sentido común muy instalado, según el cual hablar de
soberanía y antiimperialismo es sinónimo de “chavismo” o “marxismo”. Eso
debe desmontarse hacia visiones incluso más de tipo pragmáticas: es decir, la
integración regional en clave de soberanía y sin injerencia imperial para
impulsar una agenda de intereses propios, no se trata de derecha o
izquierda, sino de sobrevivencia en un mundo actual en el que ningún país
latinoamericano tiene el peso específico suficiente para negociar por sí solo
con las grandes potencias.
Hay que trabajar mucho desde la superestructura cultural
generadora de sentidos e imaginarios, así como desde la política
formal, para generar consensos dentro de nuestros países, y a su vez
regionalmente, dirigidos a la creación de esos mecanismos de integración
soberanos. Articulando universidades y sectores del conocimiento de cara a
la participación latinoamericana en debates y pugnas globales referidas a
ámbitos centrales del mundo de hoy como son la inteligencia artificial, ingeniería
genética e internet de las cosas. Tenemos con conjugar todo aquello desde
entendidos políticos de soberanía regional amplia y superadora. Es la única
forma de que tengamos, por fin, voz propia en el escenario mundial actual y
futuro. Para que dejemos de ser enanos geopolíticos que sólo consumimos
conocimiento sin producirlo articuladamente; que sólo tenemos cierta fuerza
si nos aliamos con otras potencias; donde vienen chinos, rusos y el viejo
imperialismo norteamericano a trazarnos líneas ajenas a nuestros verdaderos
intereses; y que crisis como el coronavirus y de los
precios del petróleo no tenemos mecanismos para enfrentarlas coordinadamente.
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