Todo el mundo tiene derecho a tener sus propias opiniones, pero no
sus propios hechos
"La principal credencial del capitalismo —mejorar el nivel de vida de todos de manera
ininterrumpida— está en entredicho. Para quienes se quedan por el camino, el
capitalismo no está funcionando bien. Por ejemplo, la mitad de la generación
nacida en la década de los ochenta está rotundamente peor que la generación de
sus padres a la misma edad. La ansiedad, la ira y la desesperación de esas
cohortes de edad (y la de los mayores de 45 años que se queda sin trabajo)
hacen trizas las lealtades políticas de antaño, sean del signo ideológico que
sean. El síndrome del declive personal comienza con la pérdida de un empleo
satisfactorio. La apoteosis del capitalismo actual se debería, en buena
medida, a la debilidad creciente del poder de la fuerza de trabajo (los asalariados y los sindicatos).
Desde antes de la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX no
había vuelto a suceder, en una escala tan grande, que el segmento más
acaudalado de la sociedad se quedara con una porción más grande de los
ingresos. Joseph Stiglitz
dice, refiriéndose a EE UU pero con validez casi universal, que “evolucionamos
de manera resuelta hacia una economía y una democracia del 1%, por el 1% y para
el 1%”. Es por ello por lo que el Nobel de Economía abomina de la política
de Donald Trump y piensa que las políticas públicas activas que deberían
practicarse son la antítesis de las existentes, una especie de mezcla
contemporánea de Teddy Roosevelt (presidente republicano) y Franklin
Delano Roosevelt (presidente demócrata)".
Las brechas que escinden a la
sociedad son tan profundas (entre el campo y la ciudad, las élites
cualificadas y aquellos que no han tenido acceso a una educación
superior, los ricos de los pobres, hombres y mujeres, y la brecha
de expectativas que albergan las clases medias…)
que cree que el gradualismo para cerrarlas es inadecuado porque ésta es una
época de cambios fundamentales en la que se precisan transformaciones drásticas
en el seno de una democracia sólida que refrene el poder político de la
riqueza concentrada en pocas manos. Se debe abandonar la confianza ciega y
errónea en la “economía del goteo” que predica que, al final, todo el
mundo se beneficia del goteo. La experiencia empírica dice que los beneficios
del crecimiento muchas veces no llegan a todos.
/////
REFUNDAR EL CAPITALISMO.
(otra
vez)
Una década larga después de que los políticos
avanzasen la idea, son los economistas, filósofos y sociólogos los que
pretenden suprimir los excesos y abusos del mercado para que éste sobreviva
*****
Joaquín Estefanía.
El País viernes 27 de febrero del 2020.
Pocos días después de la
quiebra de Lehman Brothers, el gigantesco banco de inversión
norteamericano, en septiembre de 2008, un acobardado presidente francés, el
conservador Nicolas Sarkozy, hizo unas declaraciones célebres que
retumbaron en el mundo entero: “La autorregulación para resolver todos los problemas se
acabó: le laissez-faire c’est fini.
Hay que refundar el capitalismo (…) porque hemos pasado a dos
dedos de la catástrofe”.
Se superó aquel momento
crítico en el que todo parecía posible, incluida la quiebra del sistema. El
sector financiero, a trancas y barrancas, salió de la crisis mediante
paladas y paladas de ayudas públicas (en forma de dinero, avales, garantías,
compras de activos malos, liquidez casi infinita a precios muy bajos,
etcétera), y aquellos verbos que se conjugaron voluntariosamente una y otra vez
—refundar el capitalismo, reformar el capitalismo, regular el capitalismo,
embridar el capitalismo, etcétera— se olvidaron. De la Gran Recesión
se pasó a una época de “estancamiento secular” (Larry Summers), que es
la que estamos viviendo. De la primera, la mayor parte de los ciudadanos
salió más pobre, más desigual, mucho más precaria, menos protegida y con
dos características políticas que explican en buena parte lo que se está
afianzando ante nuestros ojos: más desconfiados (en los Gobiernos, los
partidos, los Parlamentos, las empresas, los bancos, las agencias de
calificación de riesgos…) y menos demócratas. El resultado ha sido la
explosión de los populismos de extrema derecha y la descomposición
del sistema binario de partidos políticos que salió de la segunda
posguerra mundial, y una concepción instrumental —no finalista— de la democracia: apoyaré la democracia mientras
resuelva mis problemas; si no, me es indiferente.
El principal debate es sobre si el capitalismo está tomado de muerte
o es más fuerte que nunca
Después de ese paréntesis de casi una década,
cuando ya empieza a existir la distancia temporal suficiente para analizar los
efectos de la Gran Recesión como una secuencia de acontecimientos que
han llevado a una gigantesca redistribución negativa de la renta y la riqueza a
la inversa en el seno de los países (el llamado efecto Mateo: “Al que más tiene, más se le dará, y al que menos tiene se le
quitará para dárselo al que más tiene”), son los académicos y no
los políticos los que multiplican las teorías sobre las características del capitalismo
del primer cuarto del siglo XXI y protagonizan un gran debate extremo entre
ellos: si el capitalismo está tocado de muerte
porque no funciona; o, por el contrario, si una vez más en la
historia está mutando de naturaleza y esa transformación lo llevará a ser de
nuevo el sistema político-económico más fuerte y único. Hay dos coincidencias en la mayor parte de los
libros publicados: el capitalismo se ha propagado a todos los escenarios
geográficos del planeta y direcciones (no tiene alternativas), y anida en
cualquier actividad y mercado, incluida la política.
El capitalismo es ahora el único sistema
socioeconómico del planeta
(antes se llamaba a esto imperialismo) y apenas quedan rastros del comunismo como una posibilidad
sustitutiva, como ocurrió en la primera mitad del siglo XX. A
esta característica central se le añade el reequilibrio del poder económico
entre EE UU y Europa por un lado y Asia por otro debido al auge
experimentado por los principales países de esta última región. El dominio
planetario ejercido por el capitalismo se ha logrado a través de sus
diferentes variantes. Algunos autores distinguen entre el capitalismo meritocrático liberal, que ha venido desarrollándose gradualmente en
Occidente a lo largo de los últimos 200 años, y el capitalismo político o autoritario ejemplificado por China, pero que también
existe en otros países de Asia (Singapur, Vietnam…) y algunos de Europa
y África (Rusia y los caucásicos, Asia Central, Etiopía, Argelia,
Ruanda…).
En los últimos tiempos se ha hecho popular otra
tipología, que ha tenido su momento de gloria en el Foro Económico
Mundial celebrado en Davos en el
mes de enero de este año. El Manifiesto de Davos 2020 desarrolla
básicamente tres tipos de capitalismo: el de accionistas, para el cual el principal
objetivo de las empresas es la maximización del beneficio; el capitalismo de Estado, que confía en el sector
público para manejar la dirección de la economía, y el stakeholder
capitalism, o capitalismo de las partes interesadas, en
el que las empresas son las administradoras de la sociedad, y para ello
deben cumplir una serie de condiciones como pagar un porcentaje
justo de impuestos, tolerancia cero frente a la corrupción,
respeto a los derechos humanos en su cadena de suministros globales o defensa
de la competencia en igualdad de condiciones, también cuando
operan dentro de la “economía de plataformas”.
Hasta ahora, el capitalismo de accionistas ha sido
ampliamente hegemónico. Recibió un apoyo teórico muy fuerte a principios de los
años sesenta, cuando el principal ideólogo de la Escuela de Chicago, el premio Nobel Milton Friedman, escribió su libro Capitalismo y libertad, en el que sentenció: “La
principal responsabilidad de las empresas es generar beneficios”. Friedman
sacralizó esta regla del juego a través de diversos artículos que trataron de
corregir algunas veleidades nacidas en EE UU acerca de la extensión de los
objetivos empresariales a la llamada “responsabilidad social corporativa”.
En el capitalismo de accionistas, el predominio es del corto plazo y de la
cotización en Bolsa, lo que en última instancia llevó a la “financiarización”
de la economía.
Esta filosofía dominante ha durado prácticamente
hasta la actualidad. Hace poco tiempo, la British Academy hizo público
un informe sobre la empresa del siglo XXI, fruto de la iniciativa colectiva de
una treintena de científicos sociales bajo la batuta del profesor de Oxford
Colin Mayer, que hablaba de “redefinir las empresas del siglo XXI y construir
confianza entre las empresas y la sociedad”. Y la norteamericana Business
Roundtable, una asociación creada a principios de la década de los años
setenta del siglo pasado en la que se sientan los principales directivos de
180 grandes empresas de todos los sectores, publicó un comunicado en el que
revocaba, de facto, el solitario criterio de la maximización de los beneficios
en la toma de decisiones empresariales, sustituyéndolo por otro más inclusivo
que además tuviera en cuenta el bienestar de todos los grupos de interés: “La
atención a los trabajadores, a sus clientes, proveedores y a las comunidades en
las que están presentes”. Pronto, las principales biblias periodísticas del
capitalismo, Financial Times, The Economist, The Wall Street
Journal, comenzaron a analizar este cambio que no se debe a la
benevolencia y la compasión de los ejecutivos de las grandes compañías, sino al
temor a la demonización del capitalismo actual y de las empresas, por sus
excesos: financiarización desmedida, globalización mal gestionada, poder
creciente de los mercados, multiplicación de las desigualdades. El
capitalismo ha ido demasiado lejos y no da respuesta a problemas como estas últimas o la emergencia
climática. Recientemente, un sondeo elaborado por Gallup y
publicado en The Economist revelaba que casi la mitad de los jóvenes
estadounidenses prefieren algún tipo de “socialismo” al capitalismo
rampante. Quizá ello explique lo que está sucediendo alrededor de Bernie
Sanders en las primarias del Partido Demócrata.
El capitalismo de hoy es un capitalismo tóxico y está en crisis al menos desde que comenzó la
Gran Recesión en el año 2007.
En términos tendenciales, el capitalismo ha fomentado un rápido crecimiento; en
relación con la renta per capita, ha
enriquecido al mundo de modo casi constante (con picos de sierra) y la
esperanza de vida actual prácticamente duplica la de, por ejemplo, hace dos
siglos. Ha sido el psicólogo americano Steven Pinker uno de los que más
han desarrollado estas tendencias positivas:
“Si creía que el mundo estaba llegando a su fin,
esto le interesa: vivimos más años y la salud nos acompaña, somos más libres y,
en definitiva, más felices; y aunque los problemas a los que nos enfrentamos
son extraordinarios, las soluciones residen en el ideal de la Ilustración: el
uso de la razón y la ciencia”
(En defensa de la Ilustración;
Paidós). Haciendo uso de las cifras, Pinker muestra que la vida, la salud, la prosperidad, la seguridad, la
paz, el conocimiento y la felicidad han ido en aumento no sólo en Occidente,
sino en todo el mundo.
¿Por qué muchos científicos sostienen que el
capitalismo no funciona, a pesar de las descripciones de Pinker? Esencialmente porque las distintas desigualdades no paran de crecer, polarizan las
sociedades y ponen en peligro la calidad de la democracia. En algunos
de los textos se defiende que el capitalismo realmente existente es
incompatible con la democracia: aumenta el
sentimiento ciudadano de que la civilización tal como la conocemos,
basada en la democracia y el debate, se encuentra amenazada. Lo que hace
que la situación actual sea particularmente preocupante es que el espacio para
ese debate se está reduciendo; parece haber una “tribalización” de las
opiniones no sólo sobre la política, sino sobre cuáles son los principales
problemas sociales y qué hacer con ellos.
La principal credencial del capitalismo —mejorar el nivel de vida de todos de manera
ininterrumpida— está en entredicho. Para quienes se quedan por el camino, el
capitalismo no está funcionando bien. Por ejemplo, la mitad de la generación
nacida en la década de los ochenta está rotundamente peor que la generación de
sus padres a la misma edad. La ansiedad, la ira y la desesperación de esas
cohortes de edad (y la de los mayores de 45 años que se queda sin trabajo)
hacen trizas las lealtades políticas de antaño, sean del signo ideológico que
sean. El síndrome del declive personal comienza con la pérdida de un empleo
satisfactorio. La apoteosis del capitalismo actual se debería, en buena
medida, a la debilidad creciente del poder de la fuerza de trabajo (los asalariados y los sindicatos).
Desde antes de la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX no
había vuelto a suceder, en una escala tan grande, que el segmento más
acaudalado de la sociedad se quedara con una porción más grande de los
ingresos. Joseph Stiglitz
dice, refiriéndose a EE UU pero con validez casi universal, que “evolucionamos
de manera resuelta hacia una economía y una democracia del 1%, por el 1% y para
el 1%”. Es por ello por lo que el Nobel de Economía abomina de la política
de Donald Trump y piensa que las políticas públicas activas que deberían
practicarse son la antítesis de las existentes, una especie de mezcla
contemporánea de Teddy Roosevelt (presidente republicano) y Franklin
Delano Roosevelt (presidente demócrata). Las brechas que escinden a la
sociedad son tan profundas (entre el campo y la ciudad, las élites
cualificadas y aquellos que no han tenido acceso a una educación
superior, los ricos de los pobres, hombres y mujeres, y la brecha
de expectativas que albergan las clases medias…)
que cree que el gradualismo para cerrarlas es inadecuado porque ésta es una
época de cambios fundamentales en la que se precisan transformaciones drásticas
en el seno de una democracia sólida que refrene el poder político de la
riqueza concentrada en pocas manos. Se debe abandonar la confianza ciega y
errónea en la “economía del goteo” que predica que, al final, todo el
mundo se beneficia del goteo. La experiencia empírica dice que los beneficios
del crecimiento muchas veces no llegan a todos.
Del conjunto de los libros analizados se desprende
una idea fuerza: un alegato contra el capitalismo abusivo de nuestros días,
que gobierna para las élites. Existe el
poder de reconstruir los cimientos del capitalismo, pero no posee una
alternativa viable, y las que se han intentado poner en práctica han resultado
peores y, en algunos casos, mucho peores. Hay que huir de lo que Paul Krugman denomina
las “ideas zombis”, ideas que van dando tumbos, arrastrando los pies y
devorando el cerebro de la gente pese a haber sido refutadas por las pruebas.
Por ejemplo, la idea insistente (e ideológica) de que gravar a los ricos
es sumamente destructivo para la economía en su conjunto, o que las rebajas
fiscales a las rentas altas generarán un crecimiento económico milagroso. O la
de quienes se oponen a que los Gobiernos desempeñen un papel mayor en la
gestión de la economía, argumentando que dicho papel no solo es inmoral, sino
también contraproducente e incluso tumoral. Y si los datos no avalan su
opinión, atacan tanto a los datos como a quienes los presentan.
Krugman no es optimista pues entiende que, en nuestros días, aceptar lo
que dicen los datos sobre una cuestión económica es visto, en muchos casos,
como un acto partidista; incluso formular determinadas preguntas se considera
también un acto partidista. Se apoya en el sociólogo David Patrick Moynihan,
cuando escribió que “todo el mundo tiene derecho a tener su propia
opinión, pero no sus propios hechos”.
Leer tanta literatura sobre la saga y fuga del capitalismo actual
permite establecer una analogía entre “el fin de la historia” de Fukuyama,
de principios de los años noventa, y el “fin del capitalismo” de los
años veinte del siglo XXI. Aquella seguridad que daría la victoria del
liberalismo sobre el autoritarismo ha devenido en una inseguridad global
y multiplicación de la vulnerabilidad individual. No se puede separar la
economía de la política si se pretende avanzar en un examen certero de las
circunstancias. La economía es demasiado
importante para dejársela solo a los economistas.
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